Coruña Insólita | El curioso caso de los borrachos que no enfermaban del cólera morbo

La ciudad sufrió cuatro episodios de la epidemia a lo largo del siglo XIX con una extraña coincidencia: quienes abusaban del vino y apenas tocaban el agua parecían no estar expuestos al contagio
Coruña Insólita | El curioso caso de los borrachos que no enfermaban del cólera morbo
Visita a un enfermo de cólera y su familia | ‘La Ilustración Española y Americana’

Pese al ritmo vertiginoso de la vida moderna y las ganas de superar cuanto antes los momentos malos, a ratos nos olvidamos de lo que pasó hace cinco años, cuando el coronavirus arrasaba todo el planeta. Las epidemias parecían cosa del pasado, algo habitual en otra época, cuando la tasa de mortalidad era mucho mayor y pocos eran los hijos que conseguían llegar a la edad adulta. En esos tiempos, hace más o menos dos siglos, entre la peste medieval y la gripe mal llamada española, había una enfermedad que diezmaba la población. Era el cólera morbo.   


En España hubo cuatro grandes oleadas de este mal a lo largo del siglo XIX: en 1833, 1854, 1865 y 1885. La segunda, la de 1854, fue una de las que más castigó a la ciudad de A Coruña, en donde todas las casas tenían, por lo menos, un fallecido. 


Más de 700 defunciones 

Como dato representativo, en el archivo municipal se conservan los partes de defunción y peticiones de carros fúnebres para más de 700 personas. Y eso tan solo durante el mes de octubre, lo que supone una cifra muy alta para una población que apenas superaba las 24.000 personas. Además, hay que tener en cuenta que algunos ni siquiera tenían medios para pagar a los pocos médicos que había, que no daban abasto, o el carruaje y que muchas muertes se produjeron sin quedar registradas. 


Aunque los historiadores no se ponen de acuerdo sobre la cifra exacta de muertos, que oscila entre los 2.000 y los 6.000, lo que sí parece cierto es que en solo tres meses desapareció cerca del 10% de los coruñeses. 


El primer registro de la epidemia en la ciudad lo situaba Juan Naya en la llamada calle de las Bestias, que hoy conocemos como Alameda, debido a un marinero que era precisamente vecino de esta calle y que se saltó la cuarentena –que era como se llamaba entonces el confinamiento–, para ir a ver a su familia, con consecuencias fatales para el resto de coruñeses.

 
Los afectados se multiplicaban y el cólera corría como la pólvora de casa en casa. Pocos eran los que no enfermaban y la población empezó a notar algo curioso: entre los que parecían inmunes había muchos borrachos. Quienes se daban a la bebida, extrañamente, no caían enfermos, para sorpresa de sus conciudadanos. 


El cólera es una enfermedad infecciosa que cursa con vómitos y una excesiva diarrea que hace que el paciente acabe muriendo por deshidratación. Cuando el mal está asentado en una población, son las propias heces las que acaban contaminando el agua, que es por donde se suelen infectar los nuevos pacientes. La superstición llevó a muchos de los coruñeses de entonces a darse a la bebida creyendo que el alcohol era el remedio y sin saber que el mal estaba en el agua.  


Remedios anticoléricos 

Entre los remedios anticoléricos, que los había de todo tipo aunque con poco éxito, los vinos y licores estaban entre los más vendidos, no solo por los taberneros sino también por los farmacéuticos. 
El escritor y diplomático François René de Chateaubriand, dejó en ‘Memorias de Ultratumba’ una interesante descripción de cómo se vivía la enfermedad en el siglo XIX. En sus escritos, hablaba del origen del contagio, que situaba en 1817 en la India; de los preservativos, que era como se llamaba entonces a las medidas para evitar sucumbir a la epidemia, y de la actitud de los vecinos en Francia que, seguramente, no distaría demasiado de la que tenían en toda Europa. 


“He visto borrachos, sentados a la puerta de la taberna, bebiendo ante una mesita de madera gritando, con el vaso en alto: – ¡A tu salud, Morbo!”, escribía. En las tabernas, el cólera, añadía el escritor, que al final no respetaba a nadie, respondía a su brindis y los dejaba muertos sobre la mesa. 

 

Juana de Vega, una benefactora que tampoco sucumbió al mal

Juana de Vega
Retrato de la condesa, que atendió a muchos pacientes

El miedo iba de la mano de la enfermedad y pocos querían acercarse a los convalecientes, con contadas excepciones, como la de Juana de Vega, que ahí se ganó su fama de benefactora. Según la historiadora Áurea Rey, tenía anticuerpos, por lo que pudo cuidar a los enfermos sin contagiarse. 


Los entierros tenían lugar cuando caía el sol. Las autoridades tenían que obligar a los curas a ejercer, porque salían despavoridos por temor a contagiarse. La mortalidad era tal que muchos cadáveres acababan en una fosa común situada en el primer departamento del cementerio de San Amaro. Algunos, por la falta de espacio, fueron enterrados de pie. Y se sospecha, como cuenta Dolores López-Menéndez, que algunos aún estaban vivos. 


La epidemia no respetaba a ricos ni a pobres. Cayeron en todas las casas de la ciudad: la madre de Juan Flórez, dos hermanas de Federico Tapia y la mujer de Domingo Conde, que fue alcalde durante parte de la epidemia.

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