Pronunciando

Paco, el de Ferrol, era el alumno más viejo de las escuelas en las que di mis primeros pasos en el mundo de la educación reglada. ¡Vaya si lo era!, te pulían con el útil las yemas de los infantiles dedos en la tarea de “la letra con sangre entra”. Entraba sí, pero sin letra, dolor y rabia, mala leche que no sofocaba la del Marshall. En esos remedos de escuela acudía cada día, como un clavo, el que era, Paco, un tipo reservado, uniformado y con cara de repetidor, que se sentaba en la pared; desde ella escuchaba las intimidatorias lecciones del maestro, como un saurio, sin pestañear.


En la primera apenas reparé en él, estaba preocupado en no desatender a la doña que se movía entre los pupitres con voz de látigo, bajo la bonachona mirada del tal Paco, encuadrado, cuadrado, callado y encaramado. En la segunda, mixta, los pequeños con la doña, los grandes con el don, y entre ellos, Paco, el mayorzote. En esta me fijé un poco más en él, pero no por interés, sino por aburrimiento, es cierto que el maestro ni nos hablaba de él ni le hablaba, pero tampoco a nosotros, y en lo espartano de aquella monotonía lo miraba como quien mira una mancha en el techo, la que era, y él me miraba con la misma desgana, creo que nunca nos necesitamos tanto e hicimos tanto el uno por el otro.


Más tarde supe que era el dictador, aprendí a pronunciarlo, y no lo olvidé. Lo que no sé es porqué me lo recuerdan esos que no aún no lo han aprendido a hacer.

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