EL CALVARIO

El calvario, como todo lo que no se espera ni se desea, viene cuando menos se le espera, sea el alba, la tarde o la noche, en esta ocasión a lomos de la luz que traen las llamas. Lo lógico hubiese sido contemplar lo previsto, un desfile de figuras encaminadas hacia la hagiografía tan nuestra en esta tierra. Y sin embargo, perfora en donde más duele, en lo más indefenso: en la madre tierra.

Lo que tenemos, o teníamos –a estas alturas es difícil de conocer las diferencias entre ambos conceptos– se pierde en el plomo del día y el olor a madera y hoja quemada, inconteniblemente, dejando para el recuerdo, o en manos de la providencia, lo que pueda restar. Arde la fraga con la intensidad con la que se pierde la vida, aun a costa de saber que, en la forma más indefensa de la inutilidad, aquella acabará por retornar. Se van las aves y los roedores, se ahuyentan las casas en medio del caos. Vorágine cruel e incontenible. Se pierde lo que ayer, simplemente, estaba y formaba parte de nosotros mismos.

El fuego quema no solo árboles y matojos; también entrañas. La sabana arde de forma casi ritual, cada año, pero es un signo de regeneración, de cambio, como el del terruño que se prende para limpiar hierbas y alimentar la esencia. Lo atesorado se diluye en el humo denso y la posible pérdida. Las conciencias solo se alteran con lo evidente, cuando ya nada o poco hay que hacer. Arden las Fragas do Eume, pulmón vital, bosque incorrupto salvo para la herrumbre del frío y del calor, pero no para el fuego.

EL CALVARIO

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