En política, como sistema libre y democrático de organizar la convivencia social, no existen actos de fe, ni gobernantes carismáticos, providenciales o elegidos por la gracia de Dios.
Los gobernantes, como mandatarios o representantes políticos de la sociedad, son hombres de “carne, sangre y hueso” como decía Unamuno, elegidos democráticamente en comicios celebrados libre y periódicamente.
Dicho lo anterior, en el político no se “cree”; a lo sumo, y no siempre, en el político se “confía”. La fe se tiene; la confianza hay que ganarla y, para ello, hay que merecerla.
La fe en el político no se admite, pues sería tanto como concederle una prima o reconocimiento anticipado a su proceder o comportamiento posterior; la confianza, se basa en el previo conocimiento de su conducta como aval de su actuación futura. Para la fe, no se exige prueba alguna, pues de lo contrario dejaría de ser propiamente un acto de fe. Por el contrario, la confianza se apoya en datos previamente conocidos y empíricamente comprobados.
Cuando, en el lenguaje corriente se dice de una persona que “no es de fiar”, es porque el juicio de quien eso afirma se fundamenta en alguna experiencia negativa que así lo confirma.
Confiar, en una persona, es presumir o dar por supuesto su buen comportamiento futuro en base al que hubiese observado en el pasado. Cuando esto ocurre, se dice de esa persona que sus actos y decisiones son predecibles. Esa confianza responde, asimismo, a reconocer en la persona de quien se trate que tiene “personalidad”, es decir, que su modo de comportamiento y su línea de conducta son coherentes y no volubles o veleidosas.
La confianza exige, para ser plena, un doble comportamiento: que no falte a la confianza el que la recibe y que no abuse de esa confianza el que la presta.
Aplicadas las anteriores ideas al ámbito político es evidente que, ante los numerosos y nada excepcionales incumplimientos y rectificaciones de los políticos, que éstos vengan ahora invocando y recabando la confianza de los ciudadanos, es pedirles a éstos lo que los políticos no cumplieron.
No cabe duda que no puede recabar confianza el político a quien su pasado le acusa. También sorprende, por resultar ingenuo o por lo menos presuntuoso, que se recurra por los políticos al “confíen en mí”, como argumento de autoridad o convicción, cuando el pasado pesa como una losa que desanima a las personas para aceptar semejante convocatoria de adhesión personal, que, por otra parte, incide en el reproche contenido en el refrán castellano, a cuyo tenor “dime de qué presumes y te diré de qué careces”.
Finalmente, diremos que la virtud de la “confianza” no puede remitirse al futuro, pues tiene que venir avalada por el pasado y, por otra parte, pensar que se puede “creer“ en los políticos es pecar de un “endiosamiento” inaceptable.