La aventura de Pedro Sánchez

Asisto en el Congreso a una maratoniana sesión, en principio dedicada básicamente a analizar las soluciones al problema de Cataluña. Luego, otras cuestiones, confusamente mezcladas, como el Brexit, la subida del salario mínimo o, incluso, Cuba, restaron a la cuestión catalana el protagonismo que merece. No hay soluciones de verdad para resolver el angustioso reto que plantea el secesionismo catalán. Y no las hay ni en el Gobierno, ni en las oposiciones, ni entre los propios independentistas, divididos, tanto como los constitucionalistas, en torno a la angustiosa, leninista, pregunta: ¿qué hacer?.

El país vive pendiente de ocurrencias. Que si lo de Gibraltar), que si hay que suprimir los toros y la caza. También estamos absortos ante lo nimio. El avión presidencial, tan usado. El duelo andaluz, que no es tan nimio, pero que debería estar encontrando ya los cauces para su resolución: espero que así sea y que el relevo en la Junta se desarrolle sin más traumas que los que ya llevamos.

Carecemos de buenos parlamentarios que sepan hilar todo esto. Sánchez, como parlamentario, no es del todo malo, y Casado y Rivera tampoco. Ni Iglesias. Pero todos ellos carecen de un esquema convincente para una mayoría de españoles, porque solo piensan en el interés propio y de su partido, y no en el conjunto de la ciudadanía. A partir de ahí, el desastre: las dos “portavozas”, Lastra y Montserrat, no dan la talla. No hay lumbreras en el Legislativo. Ni el anterior Gobierno, ni, menos aún, este, lo han potenciado. Al contrario: ni Rajoy ni, desde luego, Sánchez, se mostraron, ni se muestran, demasiado partidarios de grandes debates, como el del estado de la nación, que el inquilino de La Moncloa rehúye, como rehúye la convocatoria de elecciones que le pide una abrumadora mayoría de los españoles.

En resumen: seguimos en las arenas movedizas de una crisis política casi sin precedentes. “Su aventura se ha acabado”, le dijo Casado a Sánchez, quizá no del todo consciente el líder del PP de que él también está viviendo su aventura. De que todos estamos embarcados, nos han embarcado, en una aventura que tiene un incierto final. Quizá hasta un mal final, sobre todo cuando el camino del presente se construye con un pavimento defectuoso, que carece de ingredientes como el diálogo de verdad, o el deseo de pacto, y al que le sobran adoquines como el constante ataque a base de sal gorda, la oquedad de las ideas y del verbo que las traduce.

Salí del Congreso mucho más inquieto de lo que entré. No sé si el envío de más policías es la solución para Cataluña. Ni prohibirnos los toros y la caza el remedio para los males patrios. Ni el cierre de la capital a los automovilistas arreglará gran cosa la contaminación y el agobio. A mí no me han consultado. Nadie consulta a los súbditos, destinados a votar y abonar los impuestos, en silencio sumiso, que pagan los sueldos de los políticos. No me gusta sentirme súbdito. Solo me queda el privilegio de alzar mi voz en esta columna, seguro como estoy de que otras gentes de la calle, que no tienen esta posibilidad, estarán de acuerdo conmigo: no les gustan las aventuras en las que otros les embarcan, y menos cuando están seguras de que esto acabará estrellándonos.