PASO

Día plomizo el de ayer, como si tuviese que llegar, casi obligadamente, ahora que la ciudad se levanta y se duerme tras cada paso de esta Semana Santa de Ferrol que, también, la hace tan distinta. Mejor así, en parte, para evitar que el capuz se clave en la frente bajo los chorros de sudor; mejor que la brisa llegue para aliviar el trasiego de cada paso, los kilos del trono que se incrustan sobre los hombros y flexionan los cuellos.

El sol ha dado paso a la penumbra, como si la lluvia, pese al tiempo bonancible de las últimas jornadas tuviese que hacer inexcusable acto de presencia. Como si una cosa no pudiese existir sin la otra. Un contraste tan propio de estas fechas como lo es la distancia entre un país que se define laico pero a un tiempo tan cerrado, tan suyo, para guardar sus tradiciones. Solo así se entienden las calles abarrotadas, tan desiertas habitualmente, y se comprende el deseo de formar parte de la celebración, de portar los tronos y vestir los hábitos. Norte y Sur, tan distantes, nunca están tan próximos como ahora.

Como lo están las caras ocultas por el terciopelo o el raso de las de las madres e hijas con mantilla o los pies descalzos de los penitentes. Ciudad de contrastes, lejana en ocasiones, al margen de creencias –sobre todo en ella misma– y sin embargo tan próxima en momentos como este, en que el sonido rítmico de tambores y trompetas parecen incitar la tormenta con la misma intensidad que la de alejarla. Paisaje escatológico este de la celebración de vida a través de la muerte.

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