El ómnibus colorista

Contar con un amigo de Colombia es tener la seguridad plena de un amigo leal, pronto a desvivirse por ti y positivo a echarte una mano en cualquier circunstancia. Así es mi camarada Carlos. Una de esas almas de Dios que siempre ríen y bailan al pasar a nuestro lado. Adivina las necesidades sin decírselas. Con aquella hermosa elocuencia de su compatriota García Márquez. Un arcángel Gabriel, vengador y fabulista, entre el monólogo intimista de Faulkener y el ambiente fantástico de la sociedad colombiana. Macondo en plena ebullición porque el coronel no tiene quien le escriba y el humor dramático de la familia Buendía ha de sufrir cien años de soledad, pasiones, revoluciones, incestos y fracasos hasta encerrarse en el olvido.
Pues Carlos es silencioso como un Alioscha ruso arrodillándose ante el stárets Zósima. Contumaz limpiando suelos y pasamonos. Atento a liberar de peso a los vecinos. Subsanar apaños que corregir. Correcto, cordial, afectuoso. Sin humillarse nunca. Pleno de dignidad… Acaba de regresar de un viaje a su patria compartiendo vivencias con los suyos. Suspiros de la península de Guajira. Olor a petróleo, a plátanos y especialmente a ese café “levanta muertos”.
Y como recuerdo me ha traído un pequeño regalo grande en su delicadeza afectiva. Un ómnibus de barro, pintado de colores vivos, de los prestan servicios entre poblaciones. Bus. Autocar. Carruaje. Las viejas chocolateras que inundaron caminos aldeanos. Tartanas, cucarachas y vehículos con gasógeno decorando el paisaje gallego. Aquí diseñado con colores de la bandera de Colombia, amarillo, azul, rojo. Sobre la baca un cerdo, cántaro grande de leche, sandía, enorme pollo y coliflor gigantesca. Detrás, en la zaga, un colosal racimo de plátanos, café aromático y un hombre. Escultura naif que cautiva por su sencillez e infantiles trazos donde el efecto se hace ternura y latidos de corazón...

El ómnibus colorista

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