Se desangra África por la herida de Dios en la boca y los ojos de aquellos que tienen por oficio el sufrir a los insufribles hijos de todos los dioses.
Malas bestias que, incapaces de reconocerse en su brutalidad, buscan sofisticarla con las patas traseras atribuyendo sus crímenes y desmanes a las voraces fauces del todopoderoso dios de sus miserias.
Estos energúmenos, venidos de todo espacio de crueldad que en el mundo hay, empujan a las buenas gentes contra el mar, obligándolas a huir hacinadas en viejas embarcaciones de pesca o nuevas balsas de juguete. El miedo los hace a la mar, esa es su valentía, y de sus manos la cobardía de ese morir horrible y anónimo y en el seno de unas aguas sin fondo ni piedad.
Solucionar el drama humano es, o debiera ser, nuestra licenciatura, nuestra doctrina y nuestra cordura, y lo es, pero cara a la galería y desde ella atendemos el clamor con cara de circunstancias y la cartera en la mano. Se impone otra cosa, pero otra cosa nos podría llevar a hacer algo que puede suponer sufrimiento para nosotros y nuestros hijos y eso no. Mejor dinero, que no duele.
Ahí está la vieja Europa: Eterno casino, gran banca, campos elíseos de la magnífica diáspora de los poderosos, plante de todos los satélites, puerto de todos los mares, exótico unicornio, manual de las más exquisitas de las formas, poniendo dinero en la mesa de los tiranos locales porque les sea más rentable la civilizada subvención que el fúnebre flete.