Desde pequeño había sido metódico; todo estaba sujeto a un orden. Los deberes escolares los empezaba siempre por los ejercicios de Matemáticas. Después era el turno de Geografía; a continuación, Lengua; más tarde, Ciencias Naturales... La regla no solo valía para los estudios, también para el ocio. Antes de pegar los cromos de los futbolistas en el álbum los clasificaba por orden alfabético. Después iba saltando de equipo en equipo. No le importaba ir hacia adelante y hacia atrás, avanzar de nuevo y volver a retroceder. Cada temporada ocurría lo mismo. El método era el método.
No se consideraba de izquierdas, tampoco de derechas, ni siquiera de centro; su adolescencia tardofranquista lo había convertido en un alienado. Sin embargo, ese desapego no le había impedido llegar a ser un admirador de Anguita. No de sus ideas, sino de su pauta de conducta: “Programa, programa, programa”. Él tampoco se apeaba nunca de sus normas. La anarquía, incluso en lo trivial, no cabía en su entendimiento. El cocido maragato le parecía una aberración gastronómica. Empezar por las carnes y acabar con la sopa se le antojaba inaudito.
Todo debía atenerse a una lógica. Igual que la noche sucede al día; el otoño al verano, o la marea baja a la pleamar. Le descontrolaba que un político acortase la legislatura y adelantase las elecciones; que un árbitro no descontase el tiempo exacto que se habían perdido durante el partido, o que el lector de un periódico fuese en busca del horóscopo saltándose la información de las páginas precedentes.
Poco a poco se había ido convirtiendo en un maniático. Él mismo se daba cuenta de que era un bicho raro y temía que el día menos pensado empezase a sufrir tics nerviosos. Y quizá ese momento estuviese más cerca como consecuencia de la sentencia que había dejado sin efecto la doctrina Parot. La rapidez con la que los jueces ordenaban la excarcelación de delincuentes lo había alterado. Las prisiones se iban a quedar vacías de un día para otro. La acción de la justicia tiene que ser lenta. Dictar autos a toda velocidad es desnaturalizarla. ¡Menos mal que todavía quedan magistrados como los que se encargaron de la catástrofe del “Prestige”! ¡Once años! Eso sí que es profesionalidad y dedicación. Si se pierde el respeto al método, se pierde el respeto a todo.