La sonrisa de Dios

En “La paz empieza nunca”, novela de Emilio Romero, hay un pasaje donde dos españoles que han combatido en bandos opuestos se encuentran, años después de la guerra incivil, en la Puerta del Sol. “¿Me odias, todavía?”, pregunta uno. “Más que nunca”, replica el otro. Este problema de amor-odio, atracción-rechazo, tolerancia-discrepancia flota como boira nauseabunda sobre el comportamiento nacional a lo largo de siglos. Quizás somos hombres y mujeres muy apasionados. Nos desbordan los sentimientos. Queremos en demasía. Posiblemente una moderación racional y contenida daría empaque suficiente para querer sin prejuzgar nunca.
Andamos sobrados de chulería, matonismo y perversión. Tolerancia que reconocemos para nosotros y negamos a los demás. Una ley del embudo dictada para exclusiva conveniencia e indómita voluntad… Y lo que vale es dar para recibir. Sin acritud, resentimiento, odio visceral. Perdonar hasta setenta veces siete. Sin exigir nada a cambio, salvo la libertad, la justicia y la comprensión. Necesitamos encontrar nuestro oxímoron espiritual: “rechazo antagónico aceptado, respectivamente, por las partes” o proclamar a bombo y platillo “nuestra-vuestra victoriosa derrota”.
Así reflexiono ante la beatificación de 522 mártires cristianos del siglo XX. No existen deseos de venganza. Ni de juicios históricos. En cualquier hombre, fuese del tipo que fuese, siempre hay más causas de admiración que de desprecio. Es una causa general –a nivel individuo– por la fe profesada de un alma –como quería Unamuno– que ha encontrado a Cristo. “Acógeme en tu pecho, ¡oh Padre Eterno!, misterioso hogar, pues vengo cansado de tanto bregar”. Nadie es culpable de estas muertes gloriosas. Únicamente la sonrisa de ese buen Dios que confirió a estas criaturas dureza de diamante y temple de acero para aceptar el sacrificio.

La sonrisa de Dios

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