Volver a Belén

Tenía casi ocho años cuando me trasladé desde Orense a La Coruña, dejando atrás recuerdos impagables con olor a goma de borrar y sabor a bolígrafo mordido. En mi mente, todavía permanecen intactas las imágenes de reglas desgastadas en sus bordes, de mandilones de color azul marino que-a modo de capa- los infantes nos anudábamos al cuello, de los besos en la frente con los que las profes Cristina y María José nos obsequiaban al despedirnos, del rincón de los castigados, de la vieja escalera que comunicaba unas aulas con otras e, incluso, del pequeño patio en el que-hacinados- jugábamos a “polis y cacos” los niños de párvulos y de primer ciclo de Educación Primaria que engrosábamos las filas del desaparecido centro educativo Belén.

Como suele suceder cuando algo te marca tanto como para dejarte una huella imborrable en el alma, durante todo mi periplo escolar por diversas ciudades, intenté sin éxito volver a sentir lo sentido en la pequeña escuela orensana. Traté fallidamente de transformar otros colegios en un hogar y hasta, sin pretenderlo, busqué las miradas de todos los compañeros que había dejado en la ciudad de Las Burgas en las de aquellos con los que me fui topando después.

Me imaginaba que, a diferencia de mí y a causa del traslado laboral de mi progenitor, ellos sí seguirían unidos por esos fuertes lazos que solemos sentir para con aquellos que nos conocen sin trampa ni cartón, sin ornamentos ni artificios y que, por ello, nos quieren por ser quienes somos y no por aquello en lo que-para bien o para mal- nos convertimos después.

Nunca pude olvidar el quiosco de Aníbal, la pastelería Ramos, los helados de El Cortijo, las piscinas de Ramirás, o los juegos en el parque de San Lázaro… Me imaginaba a todos mis antiguos compañeros formando una gran pandilla; pero es que suele ocurrir que el que se va idealiza o, incluso, simplifica. Como si de un mecanismo de defensa se tratase, procura congelar en el tiempo los recuerdos para, de vez en cuando, consolarse pensando que siguen ahí, petrificados, esperándole sin esperarle como si de un refugio al que acudir de tanto en cuanto, se tratase.

Sin saber dónde llamar, ni a quién preguntar y con los apellidos y rostros de casi todos desdibujados, las redes sociales y un ascensor obraron el milagro de toparme primero con la inteligente, solícita y sagaz María Olano y, bastante después, con la valiente, idealista y luchadora Estela Bobo. Dos de mis mejores amigas de antaño a las que, contra todo mi pronóstico, la vida también había desconectado entre sí. Comprendí entonces que el recuerdo pueril de unidad solamente habitaba en mi cabeza, como un estandarte, como un referente, como la idealización de una vida pasada… Sin embargo, como si no hubiera transcurrido el tiempo, decidimos con entusiasmo formar un grupo telefónico. Y así llegaron, entre otros muchos y muy apreciados, Teté Rodríguez Fortes con la calidez de su cautivadora simpatía, Elena Gallego con su prudencia observadora y reflexiva, o Marina Blanco y su siempre cariñoso acogimiento.

Pusimos letras a muchos de los apellidos olvidados y nombres a los rostros borrosos de las viejas fotografías. Y el grupo empezó a engordar ante la sorpresa mayúscula de todos aquellos hombres y mujeres que aceptaron sin reticencias volver a vivir el colegio Belén. Volver a la alegría del encuentro inesperado. Volver a ser amigos de nuevo pero, fundamentalmente y al regresar al origen de todo, pusimos los peldaños para reencontrarnos cada cual consigo mismo, un lugar por el que de cuando en cuando les recomiendo que se paseen.

*Begoña Peñamaría es
diseñadora y escritora

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