La última cena en París

Dicen de la ceremonia inaugural de los Juegos Olímpicos de París que no ha sido todo lo olímpica que debiera. Cabe que así sea, y sería lo lógico, es solo un rito y como todos, cuajado de las habituales rigideces a que aboca el espectáculo, siempre más encorsetado y manoseado que las elementales normas de participación que rigen la competición deportiva.


Dicho así, puede parecer contradictorio (nada más luminoso e imaginativo que el espectáculo), pero no siempre es así. Sin embargo, las normas son por naturaleza más sencillas de redactar y cumplir que la pantomima de la celebración, donde se ha de llenar de júbilo y fascinación espacios vacíos en las llenas cabezas de unas sociedades que lo fían todo al espectáculo y nada a la norma. Hombres que se crecen en el libre ejercicio de esa actividad más lúdica que responsable, en la que el absurdo oropel, el infantil descaro y la enfática neurosis les permiten transitar, a lo Teodosio, por sus filias y fobias sin otra culpa o perjuicio que el de verter o dejar de verter su sacrosanta o pagana opinión en redes y noticiarios.


La decadencia de Europa no debería medirse por la magnificencia de un espectáculo, o quizá sí, y se haya evidenciado en París, como ayer en Roma, la caída del imperio, en el pulso de una algarada forjada para el alborozo en el entretenimiento, y al margen de la pautada razón de aquellos griegos que hicieron del esfuerzo norma y de ella medida de gloria en tiempos de paz.

La última cena en París

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