Está claro que el turismo es una de las principales fuentes de riqueza de España. El flujo constante de visitantes impulsa la hostelería y el comercio y, en consecuencia, dinamiza la economía, además de proyectar internacioEstá claro que el turismo es una de las principales fuentes de riqueza de España. El flujo constante de visitantes impulsa la hostelería y el comercio y, en consecuencia, dinamiza la economía, además de proyectar internacionalmente el nombre de nuestro país. Pero cuando el turismo alcanza volúmenes muy elevados, también tiene su reverso en el incremento notable de la presión sobre los servicios públicos, el deterioro del espacio urbano y hasta una pérdida progresiva de la autenticidad local.
Ante esta realidad, el Ayuntamiento de Santiago, como otros en España y Europa, acaba de aprobar la implantación de una tasa turística y esta medida, lejos de ser una barrera para el visitante, debe entenderse como un mecanismo de corresponsabilidad de quien disfruta de los encantos de una ciudad y contribuye de manera justa a su conservación y sostenibilidad.
La llegada de miles de turistas cada año a Compostela no es neutra. Cada paso que dan sobre las losas centenarias de la ciudad histórica, cada fotografía que capturan frente a la catedral, cada servicio público que utilizan, desde la recogida de basuras hasta el transporte público, tiene un coste. Y cuando las cifras se disparan, como sucede en los meses de mayor afluencia, los presupuestos municipales sufren un estrés notable para mantener la calidad de los servicios, sin contar con el impacto social sobre los residentes permanentes.
La tasa turística busca corregir este desequilibrio de manera proporcionada. No se trata de gravar de forma onerosa al viajero, sino de establecer una pequeña contribución que permita mejorar los espacios públicos, reforzar los servicios, proteger el patrimonio histórico y natural e incluso promover un modelo turístico más ordenado y sostenible.
Hay ejemplos en toda Europa que demuestran que una tasa bien diseñada no disuade al turista, sobre todo si se explica claramente su finalidad. Al contrario, muchos viajeros valoran positivamente saber que su visita ayuda a conservar aquello que han venido a conocer, disfrutar y admirar.
En el caso de Santiago, el reto es aún mayor al no ser tan solo un destino turístico sino un lugar cargado de simbolismo como patrimonio de la humanidad y meta espiritual de peregrinos de todo el mundo. La preservación de su esencia, de su atmósfera única, de su hospitalidad abierta, debe ser una prioridad para quienes gobiernan y para toda la comunidad. Permitir que el turismo, motor de progreso, se convierta en factor de degradación de la ciudad sería imperdonable.
Por eso, la tasa turística no es un impuesto más, es una herramienta para que la Compostela eterna siga acogiendo riadas de visitantes sin perder su alma de ciudad acogedora. La clave está en que los recursos recaudados sean bien administrados invirtiendo en los servicios públicos que mejoren la vida de los turistas y de los compostelanos.
nalmente el nombre de nuestro país. Pero cuando el turismo alcanza volúmenes muy elevados, también tiene su reverso en el incremento notable de la presión sobre los servicios públicos, el deterioro del espacio urbano y hasta una pérdida progresiva de la autenticidad local.
Ante esta realidad, el Ayuntamiento de Santiago, como otros en España y Europa, acaba de aprobar la implantación de una tasa turística y esta medida, lejos de ser una barrera para el visitante, debe entenderse como un mecanismo de corresponsabilidad de quien disfruta de los encantos de una ciudad y contribuye de manera justa a su conservación y sostenibilidad.
La llegada de miles de turistas cada año a Compostela no es neutra. Cada paso que dan sobre las losas centenarias de la ciudad histórica, cada fotografía que capturan frente a la catedral, cada servicio público que utilizan, desde la recogida de basuras hasta el transporte público, tiene un coste. Y cuando las cifras se disparan, como sucede en los meses de mayor afluencia, los presupuestos municipales sufren un estrés notable para mantener la calidad de los servicios, sin contar con el impacto social sobre los residentes permanentes.
La tasa turística busca corregir este desequilibrio de manera proporcionada. No se trata de gravar de forma onerosa al viajero, sino de establecer una pequeña contribución que permita mejorar los espacios públicos, reforzar los servicios, proteger el patrimonio histórico y natural e incluso promover un modelo turístico más ordenado y sostenible.
Hay ejemplos en toda Europa que demuestran que una tasa bien diseñada no disuade al turista, sobre todo si se explica claramente su finalidad. Al contrario, muchos viajeros valoran positivamente saber que su visita ayuda a conservar aquello que han venido a conocer, disfrutar y admirar.
En el caso de Santiago, el reto es aún mayor al no ser tan solo un destino turístico sino un lugar cargado de simbolismo como patrimonio de la humanidad y meta espiritual de peregrinos de todo el mundo. La preservación de su esencia, de su atmósfera única, de su hospitalidad abierta, debe ser una prioridad para quienes gobiernan y para toda la comunidad. Permitir que el turismo, motor de progreso, se convierta en factor de degradación de la ciudad sería imperdonable.
Por eso, la tasa turística no es un impuesto más, es una herramienta para que la Compostela eterna siga acogiendo riadas de visitantes sin perder su alma de ciudad acogedora. La clave está en que los recursos recaudados sean bien administrados invirtiendo en los servicios públicos que mejoren la vida de los turistas y de los compostelanos.