Tengo un vídeo fijado en mi perfil de X. Dice: “A ver, que esto a @javitorres6 solo se lo podemos llamar Lucas Pérez y yo, eh?». Le sigue un clip de dos segundos en el que el futbolista le dice “guapo” a mi marido.
Lo fijé porque me hizo gracia. Es del año pasado, del día que el Dépor levantó la copa de campeón de 1º REF. en Castalia Y la sonrisa de Lucas es abierta, sencilla, sin doblez.
Incluso puede que, inconscientemente, lo dejase ahí para marcar el ter ritorio. No lo pienso, pero he crecido con el tópico de que un varón con una profesión que le obliga a viajar con frecuencia, trabajar a deshoras y pasar mucho tiempo fuera de casa, termina divorciado. Si, encima, esa profesión tiene que ver con el fútbol, ya es para echarse a temblar.
Me explico. Vaya por delante que soy una persona afantástica. Eso, al parecer, quiere decir que soy incapaz de imaginar. Es decir, que si me piden que cierre los ojos y visualice un caballo, puedo pensar en un caballo blanco galopando por la playa, con la crin al viento, pero no veo nada más que un infinito negro. Vamos, que no genero imágenes mentales; yo imagino con ideas, de una manera estructural. No veo nada. Eso sí, conceptualmente, soy capaz de colocar todos los detalles.
En mi cabeza veo —a mi manera, qué remedio— el fútbol como una ópera barroca de virilidad mal digerida. Me gustaría poder centrarme en el juego, pero casi lo único que percibo en los estadios es un ritual coreografiado de dominación en el que se aplaude la agresividad, se glorifica la soberbia y se excusa la violencia, incluida la sexual.
Lo fundamental es clavarla. Y no siempre en la escuadra. Así que no importa si quien mete el gol arrastra denuncias por violación o presume de su harén en redes, como si el consentimiento fuera poco más que una nota a pie de página.
Y nosotras, que picamos, hermanas. Se nos olvida que el patriarcado también se juega en las gradas. Y en las previas. Y en el postpartido. Se disfraza de euforia colectiva, de cerveza compartida, de cántico tribal, de supuesto empoderamiento y liberación sexual.
En medio de todo esto, el piropo de Lucas a mi marido me parece una rareza luminosa, una chispa de humanidad en un mundo dopado con testosterona donde el liderazgo se confunde con agresividad, el carisma con arrogancia y el deseo con impunidad.
Y es que la autoridad no se impone: se reconoce. No busca obediencia: genera adhesión. No se desgasta con el tiempo: se afianza con cada acto que la sostiene.
Mientras el poder depende de la fuerza, la jerarquía o el miedo, la autoridad inspira confianza, orienta, marca un camino. Es una fuerza que proyecta dirección y sentido. Y cuando nace de la coherencia, es indeleble y sobrevive, incluso, a los intentos de descrédito y borrado. O de borrado selectivo. O enfocado. O dirigido.
Algunos se creen los amos del tablero. Piensan que pueden imponer su voluntad, castigar al que no acata, borrar al que no sigue el guion, silenciar al que incomoda. Les basta con detectar una disonancia mínima para activar la maquinaria del castigo.
Otros, como Lucas, no lo necesitan. Suya es la autoridad. Porque pudo quedarse en Cádiz, pero decidió volver para ayudar a su equipo, aunque supusiese dos categorías menos y más barro que gloria.
Y porque una vez aquí, se echó al equipo y a la afición a la espalda hasta conseguir el ascenso. El regreso al futbol profesional después de demasiado tiempo en el infierno.
Y, por supuesto, por poner en valor las virtudes de sus compañeros y entrenador en cada rueda de prensa.
Y por presumir de lo que realmente importa: sus raíces, en Monelos, y los valores que le enseñaron sus abuelos.
Y porque tiene razón, qué caramba, que lo cierto es que mi marido es guapo. ¡Pero que no me entere yo de que se lo llama nadie más!