Feminista y femenina

En los tiempos que corren, todavía hay personas que continúan sin tener ni idea de lo que significa ser feminista. Para un nutrido grupo de población, se trata de una palabra maldita asociada estrechamente a una supuesta superioridad-o pretensión de la misma- del género femenino sobre el masculino, sin embrago, esa idea es del todo divergente con la realidad.

Ser feminista es considerar que las mujeres tienen-o deben tener- exactamente los mismos derechos y deberes que los hombres, ni más ni menos. Por lo tanto, una mujer que se jacta de no serlo es alguien que no está contribuyendo en absoluto a esa deseable igualdad y que está regalando a los varones una hipotética superioridad que, a pesar de haber reinado a lo largo de toda la historia de la humanidad, por fortuna es tendente a desaparecer gracias al esfuerzo de muchas y muchos…, aunque luego serán todas las que se beneficien de lo logrado.

Ser machista, sin embargo, significa creer y practicar la supremacía del hombre con respecto a la mujer. Y, desde mi punto de vista, malos son los varones que ponen en práctica esta actuación, pero peores son las mujeres que la defienden o que incluso reniegan de las integrantes de su mismo sexo que pelean por abolirla.

Desde Virginia Woolf, pasando por Frida Kahlo, hasta Emilia Pardo Bazán; la historia está regada de auténticas feministas de sus respectivas épocas. Pensadoras precursoras que sospechaban que podía haber un mundo mejor y más libre para ellas por el que pelearon. Mujeres femeninas, inteligentes, hermosas y preparadas que no estaban dispuestas a vivir detrás de un hombre, sino a su lado. Y, a todas ellas y a muchas más, les debemos los avances de los que hoy gozamos y que todavía a algunas parece molestarles reconocer. Quieren pensar que los hemos logrado por obra y gracia del Espíritu Santo, cuando en realidad, en el año mil novecientos setenta y dos, una mujer solamente podía independizarse antes de los veinticinco años con un permiso paterno que era prescindible en caso de que esta se fuese monja o se casase. Y, si decidía casarse, más valía que no se le pasase por la cabeza cometer adulterio aunque su esposo sí lo hiciese. Ella estaría condenada a pena de cárcel, mientras que en el caso de su marido ese delito no se recogía.

En fin, esas son solamente pequeñas muestras de las desigualdades más recientes, pero hay muchas más. Desigualdades que algunas tuvieron la suerte de no percibir porque su esposo las trataba con el debido respeto, a las que otras tuvieron que adaptarse contra su voluntad y consiguiente insatisfacción vital y, a las que muchas, decidieron rebelarse pagando en muchos casos un alto precio. Un precio que, muchas veces en forma de moratones, un sinfín de mujeres se ocupaban de ocultar por medio de maquillaje. Unos golpes que no eran perseguidos y que las obligaban a vivir en un sinvivir constante marcado por el ruido de unas llaves o el estado de ánimo del que gozase su agresor.

Por no hablar de los abusos sexuales a las que a algunas las sometían sus jefes o superiores cada vez que les venía en gana porque la veda estaba abierta. Mujeres en muchos casos maltratadas por los hombres y juzgadas cruelmente por unas iguales que, en muchos casos, consideraban que ellas se lo habían buscado… Y, ¿saben qué? Que no me cansaré de dar gracias porque todo eso se vaya diluyendo con el paso del tiempo y que, tanto mi hija como mi hijo, puedan vivir en una sociedad en la que ambos sean feministas y entiendan lo que ello significa.

Feminista y femenina

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