Déborah o el peso de la justicia

Hace ya más de 20 años ya. Déborah Férnandez, una joven guapa, lista, espabilada y con un carisma que le salía por los poros salió a correr por la playa de Samil y no volvió a casa. Faltaban tres días para su cumpleaños. La angustia en las entretelas de los padres. La ansiedad en el pecho de los hermanos. Ese miedo ancestral a la desaparición de un hijo, ese pavor a no saber. Las llamadas a los amigos. Los carteles, las pancartas, las batidas. La espera con la convicción de que Déborah va a volver. De que está bien.


Pero no fue así.


Diez días después el cuerpo de Déborah aparece en una cuneta en O Rosal, Portecelo, al borde de la carretera fatídica PO-552, antigua comarcal 550, la carretera del misterio en la que se concentran la belleza y las desgracias. El cadáver está desnudo, posado con cariño, cubierto de ramas de acacia como en un homenaje postrero y siniestro de su asesino.


Es el caso de Déborah el ejemplo más palpable de lo que no se debe hacer en una investigación. Desde la autopsia cogida con pinzas en la que no cogen muestras bajo las uñas y hacen caso omiso de signos de defensa hasta la primera investigación policial llevada a cabo por un inspector digno de una película de humor negro que preguntaba a las amigas por la Oui-Ja y hacía escuchas a una mitómana de un pueblo cercano en vez de centrarse en lo más evidente, pasando por pérdidas de móviles, investigación de videoclubes pero no el que era de verdad, desaparición de la tarjeta SIM, discos duros abandonados, cajas con pruebas que aparecen en obras años después, jueces y fiscales con ganas de que esto se acabe ya, testigos que varían una y otra vez las declaraciones, chats de Whats en el medio de las misma, cambios de grupos policiales y un sinfín más de delirios que te hacen llevar las manos a la cabeza y pensar en qué manos estamos.


Lo único cierto es que Déborah despareció cuando iba a pasar una noche tranquila en casa viendo la película “Amélie”, fue asesinada por asfixia poco después de su desaparición a cuatrocientos metros del portal de casa y su cuerpo permaneció oculto en un lugar frío durante unos siete días antes de que de forma milagrosa recorriera cuarenta kilómetros por la carretera del misterio hasta aparecer desnuda y con una escena amañada para satisfacer las necesidades psicológicas del asesino y también para alejar de él, con las pruebas falsas, la investigación policial.


Veintiún años son muchos años, y el viernes la familia de Déborah, valientes y constantes, han decidido tirar la toalla. “Es difícil derribar un muro con bolas de papel” ha dicho el abogado. Ese muro es el muro de las cosas mal hechas, de la desidia, de la falta de rigor y del abandono cruel y sistemático de la maquinaria del estado a una chica joven, inteligente y con carisma que estaba a punto de cumplir años aquel mayo del año 2002.

Déborah o el peso de la justicia

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