La casa Gucci

Me despierto, abro el ojo y veo mis gafas de Gucci destrozadas. El perro se esconde debajo de la cama, por algo será. Mis gafas progresivas, con lo que yo era, que hace unos años veía las Pléyades a pelo y ahora parezco Rompetechos. Y entre las ganas de entregar al can a un sacrificio ritual típico de cualquier novela negra turística que se precie o de cualquier trangallada perpetrada por Ari Aster y las risas medio histéricas me pregunto si ha sido Puigdemont el que ha obligado con sus poderes místicos a Sherlock a despedazar unas gafas de pasta monísimas que han costado precisamente eso, una pasta.


Me vuelvo a la cama recordando que tengo otras gafas de repuesto que me hacen parecer una locutora del Un, Dos, Tres y me quedo dormida mientras oigo al perro salir de su escondrijo. Igual Puigdemont le habla entre las sombras y le obliga a coger el papel higiénico y sembrar la casa de copos de nieve caros (al perro le gusta todo lo caro, como a la dueña, necesitamos una Primitiva o la Lotería de Navidad para tapar agujeros y montar una librería en la Toscana) o le insta a comerse las plantas y la tierra como si fuera a montar un sacrificio ritual entre los bosques frondosos, las brujas y el apalpador huyendo de la Santa Compaña.


Puigdemont. De escapar en un maletero, como un secuestrado cualquiera de novela negra con muchos apodos (“Maleterito de Amer”) a tener, a estrujar entre sus manos el alma de nuestro guapo presidente en funciones. Puigdemont necesita un gato que le despedace las gafas al que acariciar mientras idea todo lo que le puede sacar a nuestro Pedro, comisarías, deudas, perdones, pendones, amnistías, President, President, un coche nuevo eléctrico, un apartamento en Marina del Oro, como Pinito, ciudad de Vejaciones, la indapandansia, el referéndum, una casita rural en la Costa Brava, dos premios Planeta (del Herralde ya no hablamos, ese va para “Tres mujeres que tienen algo de vida sexual a lo largo de los siglos y le ponen los cuernos a su marido con el que les arregla un enchufe” y no procede) y la recreación de ese capítulo visionario de Black Mirror pero en vez de un cerdo, un cocodrilo. Hasta luego, cocodrilo, no pasaste de caimán, decía la canción.


Mientras miro mis gafas de Gucci destrozadas como si Patrizia Reggiani se hubiese reencarnado en el Sith-Tzu y las hubiese pisoteado, me pregunto si Puigdemont es el cocodrilo y Pedro el caimán o viceversa.


Los del Bloque piden que se rebaje la tarifa a todaslucesexcesiva de la autopista que antaño llamaban “A NAVALLADA NA TERRA” mientras Puigdemont se pasea entronado sobre un elefante que barrita pidiendo más que un mendigo de Oliver Twist. Aquí el que no corre, vuela, o se mete en un maletero y vuelve a caballo como en un cuadro de Napoleón de Ingres. Al final todo tiene que ver con el cine, que todo en la vida es cine, y me doy cuenta al ver las gafas de Gucci que Ridley Scott tiene 85 años pero sigue rodando como si acabara de nacer. Seguro que ha sido Puigdemont con sus poderes el que le ha inspirado su nueva película sobre Napoleón. No sé cual de los dos, el maleterito o nuestro guapo presidente,  será el que acabe exiliado en Santa Elena. De lo que estoy segura es de que sus gafas no son de Gucci. Seguro que las han comprado en una farmacia humilde de algún pueblo perdido en la España Vacía.

 

La casa Gucci

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