Ana María Matute, cien años de canto a la palabra

Cien años han pasado desde el nacimiento de Ana María Matute, un alma que se cayó “de otra galaxia” y que nos dejó, como quien siembra semillas en la tierra, una constelación de mundos. Siento una conexión profunda con su obra. Porque, en el fondo, somos muchos los que vivimos de esa “antiquísima voz que se eleva desde lo más profundo de la primera historia contada”, la voz que ella escuchaba en el bosque. Esa es mi patria, y la de la autora referida, la de todos los que creemos que el mundo, al menos en cierto modo, hay que inventárselo.


Ana María Matute, la voz de los “niños asombrados”, de la posguerra y de un lirismo crudo y brutal, fue una “francotiradora”. Jamás se adscribió a movimientos ni a modas, y si bien se la etiqueta como parte de la novela de posguerra, su estilo va mucho más allá. Se sumergió en los terrores y las grandezas de la infancia, ese “mundo completo, autónomo, poético y también cruel, pero sin babosidades” del que nos hablaba. Y lo hizo con una prosa que, como ella misma sostenía, buscaba la sencillez más difícil, la que solo logran quienes tienen un dominio absoluto de su arte. Un libro de ella no es solo una publicación, es una puerta a un universo de dolor, amor y, sobre todo, imaginación. “Un libro no existe en tanto alguien no lo lea. Y nunca nadie lee el mismo libro”, sentenció, y en esas palabras reside la magia de su legado.


Para ella, como para muchos, la palabra era la salvación. Sigue siendo la “alarma de los humanos para aproximarse unos a otros”, el faro en la tormenta de una vida que, como la suya, estuvo salpicada de “tempestades”. Lo transitó con una honestidad desarmante, con una vulnerabilidad que la hacía inmensa. Tartamuda por miedo en su niñez, encontró en la escritura su voz. Y esa voz, con la fuerza de un huracán, nos habla de la necesidad de inventar, de crear peldaños que nos saquen del pozo.


La Guerra Civil, que la sorprendió con apenas once años, la definió. La muerte, el miedo y la injusticia se incrustaron en su alma, como las “tormentas apagadas” que dormían en los troncos de su bosque imaginario. Pero en lugar de asumirlo como un peso muerto, lo convirtió en el motor de su obra. Sus personajes, a menudo niños o adolescentes, son testigos de un mundo que no comprenden, que les es ajeno y hostil. En ellos se refleja esa “mirada protagonista infantil o adolescente” que sirve como filtro para una realidad que supera cualquier ficción.


Pienso en su muñeco Gorogó, retratado en su novela “Primera memoria”: Ese “mejor invento” al que le contaba todo lo que no podía contar a nadie. No era un simple juguete, era la encarnación de su imaginación, de su necesidad de fabricar el mundo a su medida. Me veo en ella. En el empeño de buscar en las palabras un refugio, un lugar donde “lo que imaginamos también es real”. Uno se apropia de la realidad, la transforma, la moldea y, a través de las palabras, la hace suya, la reinterpreta y trata de obtener un resultado útil también para los demás.


Ana María Matute nos enseñó que la literatura presupone un “sentido mágico de la vida” y que la fantasía y el realismo no son conceptos opuestos, sino caras de la misma moneda. Su “realismo mágico” no es otra cosa que la evidencia de que los sueños, las fabulaciones e incluso las adivinaciones “pertenecen a la propia esencia de la realidad”. Como su “arzadú”, esa flor que “brotaba esporádica, espontáneamente, cuando buscaba el nombre de una flor. Si existía, vivía sólo en la memoria de su delicadeza, su color, su perfume, aunque no constara en ningún libro ni catálogo de botánica”, se lo inventó y tuvo que seguir ideándolo para los profesores americanos, es el símbolo perfecto de su genio. Una creación que, de tanto creer en ella, se convirtió en verdad.


Recibir el Premio Cervantes a los 85 años, fue, como ella lo vio, el colofón a una vida entregada. Una edad en la que, como nos confesó un mediodía en Compostela, a Nélida Piñón, al fotógrafo Carlos Rodríguez y a mí, el optimismo y los planes de futuro son “cuestiones a meditar o poner en tela de juicio”. Pero a pesar de todo, mantuvo una juventud de espíritu inalterable. Aunque su cuerpo fuese viejo, su corazón todavía era joven. Y en esa dualidad entre la vejez y la juventud, entre el dolor y la felicidad (o los “momentos” de felicidad, como ella los llamaba), residía su grandeza.


La censura intentó callarla, mutilar su obra, pero fracasó estrepitosamente. No se puede silenciar a alguien que se inventa la vida, a quien incorpora en sí misma su propio mundo. Los que intentaron domesticar su pluma olvidaron que “el escritor nace, no se hace”, y que una voz como la de Matute es insobornable. Ella protestaba con su escritura, “aunque sea de uno mismo”, y en esa rebeldía silenciosa encontró su libertad.


Me detengo a pensar en su frase: “Hacer llorar es el único pecado en el que creo”. Es una declaración poderosa de su ética como escritora y como persona. Una reflexión que habla de empatía, de la fragilidad del ser humano y del poder de las palabras para hacer daño. Es uno de esos pensamientos que te desarman, que te obligan a mirarte al espejo y a cuestionar tus propias convicciones, a repensar tu responsabilidad.


Cuando conmemoramos el centenario de su nacimiento –fue el pasado 26 de julio–, no estamos celebrando solo a una novelista, solemnizamos la infancia, la magia, la rebeldía, la palabra y la vida misma, ensalzamos a una mujer que, a pesar de las adversidades, supo “fabricarse el mundo” y nos regaló, con cada historia, un fragmento inspirado del mismo. Con sus textos me he sentido parte de sus niños, alelados –ella dice “tontos”– o “asombrados”, y ahora levanto una copa imaginaria en su honor. Porque, como ella diría, me parecería una auténtica falta de cortesía que un genio como Ana María Matute no existiera. Pero afortunadamente, estuvo ahí, con Nélida. Y su voz, como la de los pájaros en su bosque, seguirá resonando, escribiendo “antiquísimas palabras” que brotan de la raíz de la historia que todos queremos contar. Palabra.

Ana María Matute, cien años de canto a la palabra

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