El ojo público | Bienvenidos a la raza humana

El ojo público | Bienvenidos a la raza humana
Un hombre paseo a su perro con una linterna | Javier Alborés

Todo comenzó como en una película de zombies, con pequeños y casi imperceptibles detalles fuera de contexto que van dando pistas del temible conjunto. 


Un tipo tratando de comunicarse pegando gritos al auricular de su móvil, uno operario de mantenimiento con un walkie alertando que se ha apagado la caldera y un peatón que bracea quejándose del coche que acaba omitir el paso de cebra aprovechando un semáforo apagado en pleno paseo marítimo. 


La radio de mi coche, sin previo aviso, deja de funcionar y entonces frunzo el ceño y mi sentido de supervivencia se activa. Quien me conoce lo sabe. Para eso tengo un don. Cierta capacidad analítica. No es tan complicado. Si prestas atención, cada pieza añadida al puzzle va permitiendo vislumbrar la imagen del todo mucho antes de rematarlo. Así que en el momento que tomo la curva y contemplo una columna de humo, muy negra y agorera, trepando hacia el cielo impoluto de un resplandeciente día de abril, reconozco de modo nítido la fatalidad. A los pocos segundos, surge una segunda, aún más opaca, que discurre paralela a la primera. Caigo en la cuenta entonces, y gracias a un plúmbeo reportaje fotográfico que hice hace algunos años en la refinería de la ciudad, que se han quedado sin suministro de energía


Aquella vez me explicaron que las antorchas, enormes chimeneas que se alzan imperiales en el medio de las instalaciones, queman gas en casos así, para que no se acumule y provoque un peligroso aumento de la presión del fluido. Por lo tanto, si las antorchas queman, entonces todo va bien, aunque sea un síntoma de que toda va realmente mal. 


Así que tras avisar con ciertas dificultades telefónicas al periódico de que “algo muy gordo está pasando”, detengo el coche, trato de sintonizar la radio mientras echo una ojeada al cielo buscando aviones en apuros. En fin, lo que os decía, me mueve el instinto y la cultura cinematográfica. 


La gente, alertada, comienza a apelotonarse a la entrada de negocios, bares y oficinas. En mi cabeza fluyen tres posibilidades tan catastróficas y apocalípticas como excitantes. 


La primera, y la más salvaje, es el efecto de un pulso electromagnético provocado por un impacto nuclear, algo absolutamente descabellado hace cinco años, pero que hoy en día es tan viable como que EEUU esté gobernado por una especie de dictadorcillo de verbena con un estropajo en la cabeza. Dadas las circunstancias, cualquier soplapollez es viable. De ahí lo de echar una ojeada al cielo buscando algún aeroplano en dificultades. Descarto, entre aliviado y decepcionado, esa posibilidad al observar que tanto mi coche, como el resto de los vehículos, funcionan. 


La segunda, también potencialmente muy bestia, es la influencia de una tormenta solar. Eso podría ser un problema igual o peor que el anterior. Pero esa es una circunstancia que, sin duda, habrían alertado con bastante margen. Así que me tengo que rendir a lo más prosaico y aburrido que bulle en mi cabeza. Se ha caído la red eléctrica, probablemente por algún tipo de ciberataque o por la fascinante capacidad de una especie de Homer Simpson de Almendralejo que ha pulsado en Cuenca o Zaragoza el botón que no era. Sonrío. 


Logro sintonizar finalmente una radio local que informa que siguen transmitiendo gracias a un generador y que hay cortes de suministro a nivel europeo. Chasqueo la lengua y no me lo creo. En Alemania no pasan estas cosas, ni siquiera en Francia. Sólo aquí. Nuestros superpoderes son lo lúdico y la gresca, no la gestión.
Reúno todo mi equipo fotográfico (con muchas baterías y pilas) y me dispongo a disfrutar de la fascinante epopeya de un apocalipsis de andar por casa. A los fotógrafos nos encantan los desastres. No sé el motivo, pero nos resulta más divertido y reconfortante que fotografiar baches o la entrega de diplomas de un concurso de dibujo de preescolar. Somos así de desalmados, retorcidos y crueles. Podéis odiarnos, por lo tanto, no nos pidáis que os enviemos fotos.


Tras pulular un rato por el fin del mundo, me sorprende comprobar que, tras un efímero e inicial caos de tráfico, la circulación se normaliza hasta finalmente diluirse hasta casi desaparecer. Es más, la gente parece inusualmente educada. La experiencia de la vida me ha mostrado que el miedo y la incertidumbre en las sociedades supuestamente avanzadas, siempre provoca un ‘hipercivismo’ en los momentos iniciales. Si la cosa se dilata un poco y dura un rato, todos terminan disparándose desde vehículos acorazados circulando a todo gas a lo largo del páramo.


Me acerco a ver a mi pareja a su céntrico lugar de trabajo y le pregunto qué tiene pensado hacer, ya que lo mío de hacer fotos va a ser hasta el infinito y más allá. “Supongo que ir a la playa”, me responde. Asiento con la cabeza y apoyo su iniciativa. Al fin y al cabo, y como bien sabe Charton Heston, el mejor lugar para darte de bruces con el fin del mundo, es la playa.


Tras unas horas de caos, adaptación e improvisación periodística, cae la noche. Y yo y mis compañeros nos dedicamos a contradecir a la etimología de la palabra fotografía, captando imágenes de las tierras de penumbra, del corazón de las tinieblas y de ciudadanos borrachos apiñados en las terrazas de los escasos bares que hacen su agosto entre dudosas condiciones higiénicas. El cielo se muestra con la belleza una diosa desnuda sobre las siluetas de los edificios mientras yo me dedico a tropezar con bordillos. Bien entrada la madrugada regreso a la oscuridad espesa de mi hogar y tras zapatear el equipo en un rincón me lanzo caníbal a abrir una lata de anchoas.


Y entonces, de golpe, regresa la luz. Lo que no quiere decir ni mucho menos, que eso, finalmente, nos permita ver las cosas. 

El ojo público | Bienvenidos a la raza humana

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