El fuselaje de un avión, a miles de metros sobre mis ojos, emite un destello al reflejar, por un instante, el sol severo que endurece las sombras de los bañistas sobre la arena. Contemplo su estela rayando un cielo denso y azul, limpio como la lluvia, e imagino estar sentado en una de sus butacas, viajando hacia donde sea, al infierno si es preciso, lejos, muy lejos, de las fiestas de la ciudad. Otro año más hemos caído en sus redes. Un inexplicable abanico de conciertos inconexos, de espectáculos pirotécnicos ensordecedores y masificados o de nostálgicas habaneras en lugares recónditos de la ciudad, transformarán la vida de los fotoperiodistas locales en algo muy próximo al martirio de Juana de Arco. Pero una ciudad sin fiestas es como un churro sin chocolate, y los políticos de cualquier signo, al llegar las fechas estivales, padecen una presión desproporcionada, salvaje y de difícil argumentación para que traten de saciar las apetencias de sus conciudadanos con una buena ración de pan y circo. Pero claro, parafraseando a James Coburn en “La cruz de hierro”: ¿quieres votos?, yo te enseñaré dónde nacen los votos.
El asunto es que me estoy asando y la mochila pesa mucho y estoy rebozado en sudor. Fascinante. Las poco fiables olas del Orzán aterrizan de emergencia sobre los arenales y los bañistas tientan su suerte entre la espesa espuma. Le calzo el teleobjetivo a la Canon y busco una perspectiva en la que quede perfectamente retratado que allí, entre tanta gente, no cabe ya ni la vergüenza. No hay demasiado tiempo para frivolidades, porque en escasos minutos comienza un concierto, o una función de teatro, o una fiesta infantil, o un recital de poesía o la matanza de Texas al otro lado de la bahía.
Y es que en verano no puedes usar el coche para trabajar. Es estúpido, angustioso y de principiantes. El tráfico, con la ciudad en pleno jolgorio, es como puré de patata en las calles y avenidas, y si tu trabajo consiste en llegar a los sitios, lo más importante es que llegues. Lo otro y lo demás, lo de las fotos, es puro artificio óptico. Tras el recital de poesía, en el que además de declamar inhóspitas rimas, ha estado aliñado con danzas modernas y pintura en vivo para acentuar el simbolismo de algo de honda trascendencia, (creo), no me queda más remedio que salir pitando para llegar al festival musical de turno, que esta vez se hace en el puerto. Al menos, y en esta ocasión, sobre la superficie del mar. Tras una dura batalla entre miles de asistentes cegados por la espiritualidad de licores y sustancias varias, y cargando con la mochila y el ordenador en la chepa, consigo alcanzar el foso del escenario. Saludo a mis sufridos compañeros de la competencia, que a estas horas cuelgan de sus rostros la mirada de los mil metros, y observo con inapetente curiosidad a la masa de personas que se agolpan en frenesí contra las vallas. Algunos lucen en sus caras pegotes brillantes de colores dorados y se muestran ataviados, con indumentarias de difícil combinación estructural. Otros simplemente son presa de una excitación inusitada, en la que se intuye la preocupante presencia de algunas trazas de patologías relacionadas con la idolatría o probablemente de algo peor y más terrorífico. Bien. Chasqueo la lengua y me viene a la cabeza que en esta vida hay tres máximas existenciales. Lo que quieres ser, lo que puedes ser y lo que terminas siendo. Lo primero lo fija cada una de las personas, lo segundo lo determina la dura realidad y lo último, lo más sádico, lo capta únicamente el fotógrafo. Los tres supuestos suelen percibirse con meridiana nitidez y de manera muy gráfica en los festivales de música estivales.
Las luces se apagan de golpe y un griterío se apodera del lugar. Como en una novela de Lovecraft. A continuación, una base pregrabada con los graves tan altos como para hacerte una ecografía pulmonar se desata en los bafles, al tiempo que, una muchacha con necesidades logopédicas, comienza a aullar y arrastrarse por el suelo arropada por el delirio popular. Y yo, pienso y os juro por mi perro, que por los escenarios de esta ciudad han llegado a pasar Robert y Patti Smith, Bob Dylan o Chuck Berry. Tras rematar el trabajo, huyo como puedo de aquello y busco cobertura para enviar fotos antes de que cierre el periódico y me linchen. Finalmente acabo en un bar, lejos de la zona cero de festejos. Tranquilo, reposado, con Neil Young susurrando en el ambiente. Repito una y otra vez para mis adentros, la espectacular frase de uno de los referentes intelectuales más importantes de este país, Terelu Campos: “Mi prioridad, en el contexto actual, es mantenerme con vida”.
En el lugar zumba alguna mosca cerca del ventilador. La televisión cotorrea las noticias, y con serenidad pasmosa, el presentador va narrando cómo el planeta se va desconchando sin remedio. La gente salta, canta y baila al compás de un play-back de diseño a escasos kilómetros de allí. Visto lo visto, no sé si hay tantas cosas que celebrar.