El ojo público | Altivez de soldado

Generalmente los redactores dicen: “ya te mando a mi fotógrafo”, y cuelgan satisfechos. Una noche, a eso de las 02.00, un Mick Jagger achispado llama desde la suite de su hotel a Charlie Watts y le dice: “tengo una gran idea en mi cabeza, ¿dónde está mi batería?”. 20 minutos después, alguien golpea la puerta y Jagger abre confiado. Watts, elegante, sin cruzar palabra, le sacude un puñetazo. Jagger desde el suelo se gira para contemplar como le explica: “yo no soy tu puto batería”. A continuación se larga.
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Quintana

Las vacaciones de un fotoperiodista es un asunto complejo y sinuoso. Peligroso incluso. Es mejor que no se prolonguen más allá de quince días. Cuando alguno de ellos, de modo temerario, supera esa barrera de descanso, de reposo y desconexión, al regresar siempre quiere mandarlo todo al infierno. 


“Lo voy a dejar, estoy tirando mi vida a la basura”, te dicen mientras sostienen la cámara entre sus manos, como si fuese la herropea de un preso. Y antes de que acabe la frase, percibes y sabes, que tal vez haya estado demasiado tiempo en una isla griega vaciando de cerveza los chiringuitos, o recorriendo durante demasiadas noches los viciosos antros de Kreuzberg o que ha sido contaminado por la placentera y adictiva sensación de haber podido dejar el teléfono móvil aparcado más de quince minutos, sin que nadie se ponga en contacto para pedirle, preguntarle, exigirle o reclamarle algo.
 

Y no miente, porque el tipo, sin duda, está desperdiciando su existencia. Pero eso ya lo sabe y lo acepta cada una de las mañanas de su vida. Domingos y festivos incluidos. Cuando coloca metódicamente la batería y la tarjeta de memoria en su cámara, las pilas recargadas en su flash, y comprueba el parte matereológico del día en su teléfono para decidir qué ponerse encima y enfrentarse a la calle. Como si se tratase de un ritual obligado, obsesivo, reiterativo, casi místico, cuyo objeto es minimizar y apaciguar las consecuencias de la ineludible ley de Murphy. 

Tarde o temprano, aunque la cosa vaya en principio sobre ruedas, se complicará terriblemente, de una manera obscena y cruel. Cualquier tipo de plan saltará por los aires y se hará pedazos, y te verás engullido, arrastrado e inmerso en un pandemonium de tareas tan imprescindibles e indispensables como objetivamente irrelevantes.
 

Cuando un fotoperiodista de tómbola y provincias, como cualquiera de nosotros, regresa de un descanso demasiado prolongado, la actualidad siempre le parece vacua, fútil e insustancial. Aunque se derrumbe la Torre de Hércules bajo el fuego de un misil ruso. El haber podido ser testigo de su propia vida durante unos días y por variar, y no serlo de la de los demás, provoca ese doloroso efecto en él. Esa conmoción. Esa cruda epifanía. Arranca de raíz el carácter notarial del que se reviste cotidianamente el fotógrafo, y este, comienza a percibir, a sentir y transpirar asuntos propios, personales, e íntimos, y abandona de modo eventual pero con hondo calado, su fatídica condición de esclavo del tiempo y las ceñidas ataduras de las exigencias del servicio.
 

Vamos, que uno se disfraza de persona normal durante un par de semanas y descubre que no es algo que resulte realmente perjudicial. Que lograr ir el domingo a una comida con los amigos y disponer de la capacidad de prolongar la sobremesa de forma frívola y despreocupada, en plan Ventorro, sienta bien, que no está mal. Que incluso es divertido y puede que necesario.
 

Y tomar la cámara sin el apabullante peso de la obligación, cogerla y disparar cuando el ojo te pide que lo hagas, o decidir no hacerlo y dejar que el momento se diluya en el tiempo, como un papel que arde y desaparece entre cenizas arrastradas por la brisa de los instantes. A un fotógrafo no le definen las fotos que hace, sino las que deja de hacer. Las que deja escapar. Las que observa y no capta, las que deja volar y no atrapa. El buen fotógrafo no es el que siempre hace buenas fotos. Es el que siempre las ve.
 

Cuando estás de vacaciones, cuando te tomas un tiempo, la cámara deja de ser un arma y se transforma en compañera, en una aliada al fin, en una máquina de escribir refinada, en una coqueta libreta en la que tomas notas, en la que reflexionas sobre ti mismo y todos aquellos que están contigo. 
 

Esos que han tenido el valor, la constancia y la lealtad de soportar tus horarios, tus ausencias, tus ataduras, tus pueriles ataques de ira y frustraciones de andar por casa, o todas tus penosas disculpas cuando tratas de justificar todas las promesas que has dejado de cumplir.
 

Y de no mandarte a la mierda, con tus fotos, tus noticias y tus conflictos éticos. Que es lo que mereces de verdad.
 

La cámara se torna espejo, ese que al fin refleja tu vida, el que te desprende y te libera del abrumador ritmo de la información diaria. Por muy trivial, apasionante o efímera que sea esta. Y no te reclama, se ciñe a tu hombro y espera con paciencia a que te sientas cómodo a su lado para tirar de ella.
 

Y te haces mundano.
 

El rey, el emperador de lo cotidiano. Flotas por fin en la vida en vez de sumergirte en ella. Y finalmente haces las fotos que todo el mundo hace.
 

Eres uno más y el reloj y sus manecillas empiezan a cobrar sentido.
 

Pero todo día llega, y llega el día en el que regresas a tu trinchera, al frente, a tu condena, a tu premio y a tu castigo, a tu heroína. 
 

Y una vez más prometes dejarla. Lo afirmas, lo apalabras y lo juras. Vas a tomar las riendas esta vez, y no dejarte arrastrar de nuevo por los caballos salvajes de tu oficio.
 

“Lo voy a dejar”, te dices.


Y suena el teléfono, y subes a pillar más. Después de todo, esto no está mal. 

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