Me asomaba de madrugada al balcón sostenido únicamente por unos calzoncillos y apuraba los cigarrillos aliñados con marihuana mientras, al final de la calle, los semáforos titilaban con tonos anaranjados, muy tontos, monótonos e inútiles.
El bochorno nos había cercado y nos asediaba durante aquel verano en Vigo, y yo, abocado a la asfixia, trataba de estudiar, con ameno desinterés, “Métodos en Oceanografía Física”. Mientras fumaba y bebía vino de cartón apoyado en la traicionera barandilla, tres carretes T-MAX 400 colgaban de una cuerda en el dormitorio. Se mecían con sutileza sujetos por pinzas de la ropa en ambos extremos, mientras el humectante y el agua goteaban sobre el parqué apolillado de aquel viejo apartamento de la Calle Carral. En la pared, sobre un corcho, lucían tres copias de una fotografía positivada sobre papeles de distinto contraste. En una de ella los tonos grises embadurnaban la imagen aportando una suavidad excesiva, pomposa y frágil, en otra, el fijado había sido escaso y amarilleaba por momentos, y en la última versión, la latitud de exposición hacía que los blancos careciesen de detalle y los negros se mostrasen enérgicos, casi violentos, otorgando una sensación de irrealidad a la toma que lindaba con lo amateur. Bueno, eso era lo que yo era en realidad. Un aficionado y un principiante obsesionado por desentrañar el secreto que habita detrás de una imagen exacta.
Bajo el balcón había un volcán. Dos pisos más al sur. El prostíbulo más célebre de la ciudad olívica, “El Telmos”, cuyo trajín y el ensordecedor volumen de sus músicas de verbena de pueblo, ponían banda sonora a mi bohemia estudiantil. Aquel lugar, trataba de maquillar su vulgaridad y coqueta chabacanería, empapelando sus paredes con las fotografías de sus insignes visitantes: jugadores y presidentes de equipos de fútbol de primer orden, cantantes de fama mundial y actores e intelectuales de diversa índole y de bragueta elemental.
Todo un panorama. Los taxis iban y venían, aparcaban, hacían sonar el claxon, se interrumpían, aceleraban, frenaban en un ajetreo exagerado, y las chicas sin tiempo ni para respirar, montaban entre prisas y gritos para ir a cumplir servicios a domicilio. A menudo, y de regreso, los conductores montaban en la acera, detenían el taxímetro y tras mostrar el precio del viaje a las chicas, se cobraban los servicios de una manera más física. Mi rostro, iluminado intermitentemente a cada calada, delataba mi presencia en el balcón como si fuese un indio sobre un desfiladero, cosa que no alteraba el ánimo ni la concentración a ninguno de los amantes accidentales.
El humo del cigarrillo medicinal acometía aspavientos en el aire mientras se elevaba a un cielo que sugería la presencia de unas estrellas opacadas por las farolas de aquella ciudad demencial. La puerta del dormitorio de golpe se abrió sin que nadie se molestase en adelantar el suceso llamando. Mi compañero de piso, en modo perjudicado, venía acompañado de una de sus amigas, y resultaba obvio que quería presumir de su nueva conquista semanal.
La muchacha parecía infinitamente más sensata que el chiflado con el que convivía.
“Esta se llama Ana y ese es Quintana. Rimáis”, dijo. Y se fue corriendo al baño y allí dejó en mi habitación a la pobre chica. Ella, un tanto cohibida por la intrusión y por mi desnudez, fijó su mirada en las fotografías del corcho.
“¿Haces fotos?”, preguntó por preguntar mientras negaba con la cabeza mi ofrecimiento de vino y porro. “A veces. La gran mayoría de las veces sólo hago mierda”, respondí. “Pues esta es bonita”, concluyó justo en el instante en el que el descerebrado de mi compañero irrumpía de nuevo en mi habitación.
“Quintana es fotógrafo, pero aún no lo sabe. Hasta tiene un laboratorio que apesta a químicos metido en esa habitación. Lo que pasa es que se dedica a hacer otras cosas para disimular, a estudiar cosas absurdas y beber vino barato para así desertar de su destino”, sentenció mientras tomaba de la mano a su conquista para llevársela de allí.
“Bueno”, dije finalmente,” las personas se traicionan unas a otras con sorprendente facilidad, pero a menudo empiezan por ellas mismas”.
Se rieron y yo me giré para regresar al balcón anhelando el fresco de nuevo. Una de las chicas del Telmos salió del taxi y se limpió los labios con un pañuelo. Alzó la mirada y me vio allí, quieto y silencioso como una gárgola. La saludé con un leve gesto con la cabeza.
Y ella le devolvió el saludo al fotógrafo.