Vacunas contra la estupidez

De un tiempo a esta parte hemos hablado de la vacuna contra el coronavirus con la misma frecuencia y ritmo con los que los científicos se rompían los cuernos en la consecución de dicho antídoto.


De un modo impresionante, las farmacéuticas se pusieron a trabajar en favor de la seguridad mundial y dieron con varias respuestas intravenosas con las que abolir al bicho que nos la estaba robando. Y de pronto y, gracias a su implantación masiva, como por arte de magia, los investigadores adquirieron importancia y el resto de los mortales comenzamos a vivir un poco.


La vida pasó de ser negra a ser gris y, si los jóvenes irresponsables y algunos de sus padres lo permiten, esperemos no tener que volver a encerrarnos y, dentro de no mucho, lograr que esta etapa oscura caiga en el olvido de los que más la han sufrido. Sin embargo y, a la vista de los acontecimientos protagonizados por estudiantes desatados y padres carentes de carácter para plantarles cara, no estoy muy segura de que logremos salir del hoyo con la premura que sería deseable.


A veces, esta servidora que disfruta observando la vida y a los que la componen, encuentra prioritario que el colectivo científico se ponga a trabajar en busca de la vacuna contra la estupidez, y que lo haga tan rápido como lo hizo en favor de la de la detención de la pandemia que nos ha asolado.


Y es que el hecho de que vivamos en un mundo en el que no son los que más valen los que mejor viven, no es sorpresa para nadie. Detrás de individuos muy aparentes se esconden grandes carencias, 

inseguridades y escasos méritos personales más allá de unos resultados académicos salvables o de la crianza de algún que otro hijo.


Ese es el perfil de gente que se cree en posesión de la verdad y que es capaz de montar un numerito para “rescatar” de un hotel de Mallorca a sus niños o para librarlos de las consecuencias de una fiesta clandestina a la vuelta de la esquina; tras haberse bebido estos el agua de los floreros, ignorar el uso de mascarillas, caminar sorteando vómitos y divertirse destrozando un mobiliario que, con un poco de suerte, ni ellos ni sus padres van a tener que pagar.


El caso es que si nuestros jóvenes son estúpidos por no haber aprendido nada de una pandemia que ha asolado el mundo de muerte y miseria, los padres tolerantes y protectores todavía lo son mucho más por permitirlo y no frenarlo con un par de bofetadas a tiempo y la obligatoriedad de cumplir los castigos.


Pero como repetía Voltaire, la idiotez es una enfermedad extraordinaria, porque no es el enfermo el que sufre por ella, sino todos los demás. Y al hilo de esta reflexión, preparémonos para invasiones de desmadres entre jóvenes sabedores de que, no solamente tienen la protección de sus padres para hacer lo que les dé la gana, sino el miedo de los mandatarios a tomar decisiones ejemplarizantes.


Pero, lamentablemente, no podemos hacer nada, porque ser padre es uno de los pocos oficios para los que no exigen preparación alguna, aunque, paradójicamente, es la más complicada de las profesiones a las que puede tener que enfrentarse un ser humano. Todo lo demás son medios y fines que, de forma esporádica, vienen a visitarnos; pero un hijo es para siempre y es obligatorio tratar de contribuir a no llenar esta sociedad de más cretinos de los que ya existen.

Vacunas contra la estupidez

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