Entre Viriato y Goodall

Muchos de los que consideraba sus amigos le habían dado la espalda. Qué lejos quedaban aquellos tiempos en los que cuando llegaba a casa, de madrugada, mientras remoloneaba un poco antes de acostarse, hacía el mismo chiste: “Si  fueses un jorobado, te dolería la chepa de tantas palmaditas que te han dado hoy”.
Desde hacía años era un ave nocturna. A plena luz del día era incapaz de cerrar un negocio. En cambio, cuando caía el sol todo se volvía distinto. Al mismo ritmo al que pasaban las horas, iba creciendo su estado de euforia. El primer paso para doblegar la voluntad de la otra parte llegaba con la cena, aunque fuese compartiendo una simple tortilla de patatas. Un poco de vino daba otro impulso a sus intenciones; después, el licor servía para alargar la sobremesa. Ya era cuestión de esperar únicamente al primer bostezo; en cuanto el sueño se apoderaba de su oponente, sabía que había alcanzado su objetivo.
Añoraba aquella época. Se ponía melancólico evocándola y lo peor era que los recuerdos volvían a él cada vez con más frecuencia. Era muy rara la noche en la que no lo asaltaban durante el rato de remoloneo previo a meterse en la cama. Entornaba los ojos, se dejaba llevar por la nostalgia y aguardaba a quedar sumido en una placentera modorra.
Una intensa claridad lo sobresaltó. Una mujer había surgido de la pared. Vestía una túnica que dejaba al descubierto un hombro y se cubría los ojos una venda. Quizá tuviese problemas de vista. Su mano derecha sujetaba una espada y la izquierda una balanza. La alegoría de la República, pensó. Pero no podía ser; España seguía siendo un Reino.
Él mismo había estado con el rey; habían visto juntos un par de partidos de fútbol, compartiendo palco. Incluso había llegado a visitarlo en el palacio de La Zarzuela. Don Juan Carlos y él sentían una preocupación similar por sus hijos, cada uno por los suyos, lógicamente. De hecho, ambos los habían colocando en trabajos a su medida. Si no existía el puesto de trabajo, se creaba.
La mujer de la venda en los ojos le leyó el pensamiento. No soy la República, soy la Justicia. He venido para hacer balance. No soy doctora, pero cada vez que me encomiendan una misión como esta hago la misma pregunta: ¿Cómo se encuentra?
No estoy bien. Podría decirle que me siento como Viriato cuando lo vendieron sus capitanes, pero sería ir muy atrás. Prefiero pensar que estoy como Jane Goodall, la científica que recibió el Príncipe de Asturias por consagrar su vida al estudio de los chimpancés. Me siento como si fuese ella y me hubiese traicionado mi primate favorito.
La Justicia no quiso oír más. Ya le he dicho a qué he venido. En un platillo pondremos la gestión deportiva, en el otro la económica y pienso que usted y yo sabemos hacia qué lado se inclinará el fiel de la balanza.

Entre Viriato y Goodall

Te puede interesar