Cuando los enamorados deciden unir sus destinos más allá de la bella ensoñación que tan noble sentimiento representa, observan incrédulos como se degrada, sin reparar en que lo han convertido en contable, padre, en una palabra, en provisor.
Este mismo proceso lo sufre la democracia de la mano de los pueblos que deciden disponer su destino de acuerdo a sus reglas. Ella, como el amor, no es sino la expresión de una voluntad que nace en lo individual y se expresa en lo colectivo a fin de ser el sentimiento sobre el que giren la convivencia y los derechos y obligaciones que le son inherentes, y que han de ser atendidas e impulsadas por aquellos que la han elegido.
Sin embargo, la tendencia del ser humano a delegar le lleva a someter a una y a otro a una responsabilidad que va más allá de su ser y mandato, convirtiéndolos en proveedores a los que podemos exigir sin límite y cargar sin medida.
La democracia no esa tierra de promisión que nos ha de alimentar y además substraer de todo sufrimiento o zozobra que nos aflija. Y como es así, no podemos admitir que como tal se nos venda por parte de aquellos que, pilotando esa infantil equiparación con la ubre inagotable de derechos que no es, o con el bálsamo que por sí solo todo lo cura, la han parasitado desvirtuando su esencia y pervirtiendo sus fines. Se impone, por lo tanto, retomarnos en nuestro compromiso con ella, porque a ella nos debemos y no ella a nosotros, como en el amor los amantes.