Las hojas muertas

El pasado viernes paseé por las estrellas del brazo de la Orquesta Sinfónica de Galicia, bajo la batuta invitada de un convincente Diego Martín Etxebarría. Concierto de abono. Lleno total tras los ecos inspirados de su director titular Dima Slobodeniouk. En el camino las emociones conmovedoras de Mendelssohn, Elgar y Launy Grondahl. Me detengo en el último. No por capricho de melómano pijo sino para aludir a su “Concierto para trombón” interpretado por primera vez por nuestro excepcional conjunto sinfónico. Siempre que asisto al Palacio de la Ópera tengo la seguridad del acierto pleno. Sonidos de perfección colectiva. Sin fallos. Pienso que si el Depor de nuestros dolores alcanzase cuatro miligramos del buen hacer del conjunto sinfónico no tendríamos partidos fallidos ni bajaríamos los brazos hasta el pitido final. Seríamos un nuevo “súper” y ganaríamos centenariazos, ligas y competiciones europeas.
Mientras gocemos la ventura del concierto para trombón ofrecido por Jon Etterbeek. Fuera del análisis crítico que no me corresponde, destaco la conjunción tímbrica y el empaste armónico. Porque el trombón es un instrumento joven, nacido a mediados del siglo XV por encontrar notas graves a partir de las grandes trompetas. Acompañó a las iglesias venecianas y Beethoven lo usó por primera vez en su Quinta Sinfonía.
Lo importante, sin despreciar lo primordial del espectáculo, radicó en la propina conque nos obsequió el brillantísimo solista, “Las hojas muertas”, reforzadas con los pizzicatos de un bajo. Seguro que los trombones son demasiado sagrados –Mendelsson dixit– para usarlos con frecuencia. Y a los que estábamos allí nos recordaron los nueve arces que adornan la plaza de Pontevedra, regándola con sus hojas rojizas, abrazados por imponentes magnolios. Transportan aires de otros tiempos y de aquel “Leirón” del Sporting Club, sito en Juan Flórez, donde La Coruña revivió su cuerpo y reafirmó la eternidad que siempre llama dos veces.

Las hojas muertas

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