Hacer más y quejarnos menos

No hay duda de que vivimos en una sociedad más próspera, más libre, más abierta, más pacífica, más rica, más informada que cualquiera de las anteriores y, sin embargo, la crispación, la convulsión, la idea de que todo va mal es una percepción general. Es cierto que hay hambre en muchas zonas del mundo, guerras que asolan naciones enteras, fronteras que se cierran, una creciente desigualdad entre los más ricos y los más pobres, fake news, una corrupción que no se ataja y la llegada al poder de políticos más cerca de la xenofobia que de la democracia... Y eso pesa más que los avances que se han conseguido en la sanidad, en la consolidación de los derechos humanos, en la educación y la cultura, en la lucha contra la pobreza, en la paz y la seguridad, en el acceso a interne, el acceso a la riqueza de millones de personas. En Europa y en el mundo occidental, sin duda. Pero en estos países, la sociedad está convulsa y están apareciendo fenómenos populistas y nacionalistas que parece que pueden acabar con todo.
Es posible que muchas de estas nuevas realidades respondan a sentimientos, a percepciones de ser maltratados por fuerzas económicas, sociales o políticas. Hay más cultura y mejor educación, pero muchos siguen pensando que hay una mano negra que mueve el mundo y decide qué se hace, dónde se hace y quiénes serán los beneficiados y los perjudicados. Por eso, desprestigiamos a los poderes económicos, a la banca, a las empresas, al poder político, o echan la culpa al “enemigo exterior” para descargar la propia responsabilidad y no reconocer ningún error. Nos falta objetividad. La Europa de hoy no se parece en nada, y para bien, a la Europa de hace 30, 40 o 50 años. Hace 30 años, uno de cada tres ciudadanos del mundo vivía en situación de extrema pobreza y hoy es uno de cada diez.
Este año se cumple el 70 Aniversario de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Era un desiderátum, pero hoy está en la conciencia colectiva. ¡Queda mucho por hacer, pero hemos avanzado mucho! Nadie puede garantizar que, cambiando el rumbo nos vaya a ir mejor. En muchos casos, bastaría que cada uno de nosotros cumpliera con su trabajo, con su responsabilidad familiar o social, con que todos respetáramos lo ajeno, lo público para que el mundo cambiara. Pero como dice Eduardo Mendoza, “las personas se comportan muy mal y el mundo las jalea”. Somos contradictorios en lo que criticamos a otros y lo que nos permitimos nosotros. Somos frívolos y exigimos rigor. Nos quejamos de todo, pero no somos coherentes.
Las clases medias han perdido poder y están buscando su nueva identidad. Durante algunos años, Europa ha querido crear y compartir. Ahora como señala el politólogo Colin Crouch, “queremos protegernos con lo nuestro” y no compartirlo con nadie. Inmenso error. Los ciudadanos que vivimos hoy en casi cualquier lugar del mundo somos privilegiados. En cualquier otra etapa de la historia, salvo pequeñísimas excepciones, seríamos parias y esclavos al servicio del señor feudal o del dictador de turno. Hay que seguir avanzando buscando progreso y libertad, abriendo caminos y fronteras, innovando y compartiendo. Y quejarnos menos.

Hacer más y quejarnos menos

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