En el Alén de Antonio Murado

La vida es un territorio de estupor, un paisaje abierto hacia siempre y hacia nunca, con presencias invasivas a veces, y, las más, con ausencias y lejanías y pérdidas; es decir, puro más allá, puro “Alén, como se titula la actual muestra de Antonio Murado (Lugo, 1964), en la galería Vilaseco Hauser. Misterioso, ilimitado, inabarcable, es ese lugar que va escribiendo la memoria en páginas borrosas y así son también los cuadros que pinta el artista lucense: espacios  desdibujados, sin más protagonista que una tibia y nórdica luz que fluctúa sobre el horizonte, una luz modulada en gamas complementarias de baja saturación, es decir atemperadas a los acordes del ánimo que gusta de recogerse hacia la intimidades del silencio, “música callada y soledad sonora” –como decía el inefable San Juan de la Cruz–.
Gusta Murado de las insinuaciones, más que de los decires, de lo evanescente más que de lo rotundo, de lo que se hace ligero y levita, como les ocurre a los pensamientos; de ahí que, en un momento, haya elegido los pétalos como símbolo de la levedad o que, en un cuadro de la muestra actual, nos ofrezca unas quebradizas ramitas, tan adelgazadas que apenas son perceptibles y que reflejadas en un sombrío  remanso de quietas aguas grises devienen un metáfora de la percepción y de sus ensueños, un cuento sobre lo inasible. No es fácil penetrar en la  pintura de este artista, porque ha llevado tan lejos el desnudamiento que parece que no dice nada, pero mirando y escuchando con calma se perciben emociones contenidas, ecos que vagan por las llanuras del recuerdo conmovidos de soledad, dulzuras y lágrimas atrapadas en la niebla, redes y nervaduras ondulantes y laberínticas que son como mallas de sentires entre los que se teje la sutil tela del existir. Murado pinta en tono menor la luz difusa de la desolación de los relatos árticos, como explica su hermano el escritor, Miguel Anxo Murado, pero pinta también la luz brumosa de los inviernos lucenses de su infancia, ese hálito húmedo que tan bien conocemos los de la Galicia interior y por el que navegan relatos innombrables y se diluyen las cartografías de lo imposible. Son las geografías de los cielos turbios, de las terrosas y verdes soledades, de lo indecible romántico, de los mares sobre los que planea la infinitud; o –en palabras de Murado–son cuadros que “transmiten la metafísica del hielo: su intemporalidad, su inocencia.”

En el Alén de Antonio Murado

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