Voy a ir a votar en favor de esos hombres y mujeres que sacrificaron su juventud a la vieja causa de las nuevas generaciones. Que leyeron sin excesivo aprovechamiento vastos tratados de ciencia política y filosofía ideológica. Que memorizaron los aburridos discursos de sus líderes. Que batieron el cobre tras las fotocopiadoras y las anodinas rutas del “recadeo”.
Que se han cansado de pegar carteles de caras baratas con colas caras. Que han mitineado hasta la náusea. Que han estado en conciliábulos mayores y menores. Que han acudido a la sede del partido a celebrar en las horas dulces y animar en las amargas. Que han organizado cenas de perrunas adhesiones y también de hipócritas despedidas. Que han besado culos y reído gracias sin asomo de ingenio. Que han puesto carne y alma en diseñar las más falaces estrategias a la hora de copar poder. Que un día renunciaron a ser ellos para ser una sigla. Que no distinguen ya entre el partido y el estado, entre el estado y la sede. Que sienten la cabeza aturdida de medias verdades, ambigüedades y demás instrumental demagógico adquirido. Que en casa se les exige el fuero y también el huevo y en la calle honradez. A esos, digo, hombres y mujeres que nos personifican en la peor de las batallas, la de conquistar el poder y mantenerlo. Decimos de ellos, funcionarios de la utopía, que ya no nos representan, tal vez, pero lo que por desgracia no podemos afirmar es que no se nos parecen.