La corrupción, enfatizamos, nos recorre de norte a sur. Lo decimos afligidos por la dentera que nos produce imaginarnos sajados en dos mitades por esa raya sin alma. Y es que quién nos asegura que no es corrupción ese agilizar trámites, cobrar peajes ideológicos, conseguir licencias y concursos burlando leyes y plazos, del que tan orgullosos nos sentimos.
Pero por qué flagelarse, mejor poner el grito en el cielo y ver como se le gastan los dientes en ese neutral paisaje de dios. Y sí, así la rabia amaina, pero la corrupción persiste poniendo en peligro nuestro ser común.
La cárcel es el destino de los corruptos, pero no se nos puede encarcelar a todos. Se me ocurre, bendita ocurrencia, sacralizarla, adorarla y asumirla como el más justo de los sistemas de redistribución que hemos sido capaces de idear e implementar. Pensemos que la corrupción se hace insoportable por culpa de la mea pilas de la honradez, con sus códigos éticos y sus buenos modales, haciéndole la vida imposible alcalde arriba a todo hijo de la administración.
Entiendo, por tanto, que lo mejor sería subir a la corrupción en unas andas y pasearla por calles y saraos, para que deje de ser ejemplo y pase a ser parte del ejemplar santoral. Cosa de santos que a nadie en sus cabales obliga. Sana indiferencia que tal vez nos permita abrazar esa civil honestidad que nada tiene que ver con esta divina honradez que nos pudre hasta el ánimo.