Como Aladinos ebrios de soberbia cabalgaban por la faz de esa patria terrible que es la corrupción, gastando a diestro y siniestro. Allí donde iban se abrían las cajas registradoras de las más lujosas tiendas, de los más exclusivos restaurantes y prostíbulos y entraban ellos a saco sobre sus alfombras de plástico para la ocasión.
La generosidad aún no se llamaba Bankia, sino Caja Madrid. Madrid, casi nada, capital y gigante urbano que latía infinito bajo sus pies. Cómo sospechar en esa conciencia que lo pudiesen fundir en el inocente ir y venir de una tarjeta corporativa.
De la mercería de la esquina al casino de Torrelodones. Del quiosco de la avenida al hotel de lujo florentino. De Orcasitas a las doradas playas de Malibú. De Madrid al cielo y todo a coste cero. “Bestias ” sin alma y mucha ambición se vieron un día ocupando el lugar del oso y en el frotar del madroño se sintieron genios en la ocurrente concesión de una carta de deseos, sin número, ni aseo y sin ley ni control.
Con una mano robaban a los preferentistas y con la otra lo gastaban sin sentido de culpa como los preferidos que eran. Hijos bastardos de una casta de bancos sociales caídos por mor de la políticos en bancos de partido y para repartir. Su labor social quedó reducida a eso, a engordar esta calaña de consejeros y vigilantes de consejeros, todos sin consejo y atados a un mismo destino, gastar, gastar y gastar, como si el saldo fuese la eternidad.