Demagogia e imperio de la ley

¿Cómo va a funcionar un país en el que nadie quiere ser lo que es ni estar donde le corresponde?, decía hace años Facundo Cabral refiriéndose a Argentina, una gran nación cuyos políticos llevan décadas, tal vez siglos, tratando de hundir el barco sin conseguirlo del todo. No me gusta que España y sus políticos hayan decidido imitar el mal ejemplo argentino, pero en estos momentos entre unos y otros están poniendo en extremo riesgo las instituciones democráticas, especialmente la Monarquía, minusvalorando la mejor Constitución española de la historia, devaluando los poderes legislativo y judicial y demonizando intencionadamente al poder económico y a la Iglesia. Pero, sobre todo, están poniendo en riesgo la seguridad jurídica, que es la esencia del estado de Derecho, y la “certeza del Derecho”, es decir, las garantías que tienen los ciudadanos, nacionales o no, de que las leyes se cumplen, de que los jueces las aplican y de que la sanción correspondiente se respeta.
Y no es fácil, porque tenemos una catarata de leyes –reducida en los últimos tiempos por la debilidad de los Gobiernos para alcanzar ningún acuerdo–, dieciocho legislaciones, en ocasiones opuestas o sustancialmente diferentes, un Poder Legislativo sometido al Poder Ejecutivo, un Poder Judicial bajo control político y mediatizado también por el Ejecutivo, y unas leyes de baja calidad, oportunistas en ocasiones, mal redactadas, confusas y sometidas al vaivén de la inestabilidad política y a los intereses partidistas y no al interés general.
En ese clima, agravado por el uso permanente y espurio del decreto ley por parte de los Gobiernos de cualquier signo, hace imposible transitar por esa selva legislativa, muchos de cuyos actos están, además, recurridos ante el Tribunal Constitucional o son revocados por los tribunales europeos, lo que provoca un colapso judicial o una imposibilidad real de resarcir en tiempo y forma el daño que se ha causado.
Y en esas, mientras los jueces interpretan las leyes con sentencias diferentes y hasta opuestas, motivadas en muchos casos por la baja calidad de las leyes y, en lugar de unificar doctrina, dan la sensación de que se pliegan a los intereses políticos o económicos, lo que provoca su mayor desprestigio, el Ejecutivo en lugar de hacer política hace demagogia de forma consciente. Miente a los ciudadanos, daña la imagen de los bancos, un instrumento fundamental de la economía, destruye la confianza en la Justicia y da alas al populismo.
Decía Cicerón que “la salud del pueblo está en la supremacía de la ley” y que “para ser libres hay que ser esclavos de la ley”. Si los primeros que deben cumplir las leyes y aplicarlas se las saltan –y no es solo en Cataluña– hacen ostentación de ello y montan un circo, entonces el imperio de la ley es sustituido por el reino de la demagogia.

Demagogia e imperio de la ley

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