Rencillas familiares

Que en todas las familias se cuecen habas es algo tan cierto como que mañana saldrá nuevamente el sol si la pandemia-a la vista de todo el mal que nos ha hecho- no lo impide. Por ese motivo, el fantástico refrán que hace alusión a eso de “los míos decir, pero no oír”; no siempre resulta del todo cierto.


Hay gente en todos los grupos familiares que se jacta públicamente de ejercer una protección acérrima hacia cada uno de sus integrantes, por mucho que, de vez en cuando, a unos les dé por echar pestes de forma casi privada contra alguno de los otros y, a quien más o a quien menos, por escucharlas sin oponer demasiada resistencia si es que se trata de un pariente de tercer grado.


Y es que en todas las familias, señoras y señores, hay integrantes de primera, de segunda y de tercera división. Lo realmente curioso de ello radica en que suelen ser los que se consideran a sí mismos de primera, ya sea por haber alcanzado mayor brillo y boato en cualquier ámbito de su pretensión; los que se han erigido a sí mismo como tales sin pasar por ningún tipo de sufragio.


Las familias crecen y parece obligatorio tener que comulgar con ruedas de molino con cualquiera que lleve uno de nuestros apellidos delante o detrás, por lejanos que nos queden en parentesco, en edad o en simpatía. Parece que estamos moralmente obligados a querer a todos cuando muchos de ellos son ramificaciones de parientes que saben tan poco de nuestra vida como nosotros de la de ellos.


Ser familia es respetar. Es no guardar cartas en la manga para sacar en el momento más inoportuno. Es querer a cada cual, no por pertenecer a la misma saga familiar, sino por encontrar-o no- en algunos los mismos principios, valores y modus operandi de los que cada cual hace gala Es defender. Es ser sincero. Es no hacer leña del árbol caído. Es ser capaz de ver más allá de artificios lo que cada cual esconde. Es tomarse tiempo. Es conocer más lejos de lo que fuimos, para valorarnos simplemente por lo que somos. Es olvidar. Es perdonar. Es no juzgar. Es aceptar. Es escuchar… Y es entender que hay muchos caminos diferentes para alcanzar una vida plena y que cada cual tiene que encontrar el suyo, que siempre es tan respetable como el de los demás.


Al igual que sucede con los amigos, en la familia existen personas que son en sí mismas refugio, porque nos aportan lealtad, cobijo, consejo y compañía; y personas difíciles, por su deseo incesante de ser protagonistas a costa de sus frecuentes enfados, que en realidad viene a hablarnos de una inseguridad manifiesta y del deseo soterrado de ser protagonistas, posiblemente, porque están más que aburridos de la aparente perfección de sus vidas.


El buen familiar es aquel que, no solamente expresa libremente una opinión coherente y persistente de y ante cualquier pariente, sino que lo hace sin ofender, humillar, ni sentirse envalentonado por creerse apoyado. Sin mentiras, alianzas que cree convenientes, ni intereses soterrados. Mira a la cara de sus amigos y de sus “enemigos”, resbalándole lo que opinen los demás acerca de su persona, no entendiendo de jerarquías de poca monta, ni pretendiendo dar lecciones a nadie. Comprendiendo que pariente por sí mismo no significa nada si no se comparten convicciones. Y que existen personas que no tienen necesidad de tener una gota de sangre en común con nosotros para sentirlos familia.

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