El estadista es el político que tiene altura de miras; que gobierna pensando en las futuras generaciones y no en las próximas elecciones. Tener “sentido de Estado” es no ser esclavo del electoralismo que peca de coyuntural y oportunista. Gobernar bajo la dictadura del voto es carecer de genio e ingenio políticos.
Resulta obsceno comprobar cómo a medida que avanzan las legislaturas y se acercan las elecciones, los políticos se lanzan a campañas de propaganda proselitista, en las que exageran sus ofertas de resultados más optimistas y beneficiosos de los que se produjeron anteriormente. Esta dinámica lleva a la conclusión de que los ciudadanos piensen que sólo mejoran sus expectativas cuando más próximas están las citas electorales. Se trata de políticas cortoplacistas que ofrecen lo que la sabiduría popular expresa con la frase “pan para hoy y hambre para mañana”.
La anterior estrategia, que es común a todos los partidos, carece de visión de Estado. Es falsa en sus planteamientos y falaz en sus resultados. No obedece a ningún plan previsto. Está sujeta a rectificaciones y vaivenes que desconciertan a la población y desacreditan a los políticos y sus programas.
Donde no hay políticas de largo alcance rige la improvisación e, incluso, la ocurrencia. Es cierto que los partidos son los cauces de representación política; pero la política de partidos no debe ser partidista ni clientelar; debe basarse en proyectos de vida en común que ofrezcan al electorado garantía de permanencia y no de éxito pasajero. En una palabra, desde su propia óptica ideológica, deben ofrecer a la sociedad una política suprapartidista, o lo que es lo mismo, una política de Estado que trascienda en el tiempo sin que se vea afectada por cambios de gobierno; todo lo contrario de la política de gobierno, en la que ninguno de los gobernantes quiere hacer algo “impopular” antes de las elecciones. Precisamente, es en esas fechas preelectorales, cuando se prodigan las fórmulas más populistas y demagógicas.
En conclusión, los programas políticos, sin dejar de ser obra de los partidos, deben servir a la sociedad en su conjunto. Por ello, es aconsejable que, incluso las mayorías absolutas, se apoyen para gobernar en la mayoría social, que siempre es mayor que la de sus propios votantes.
El ejemplo más elocuente de la falta de sentido de Estado de que adolece la clase política nos lo demuestra el hecho de que ni siquiera son capaces de consensuar las normas más básicas y necesarias para el desarrollo y progreso de nuestra convivencia.