Admiración y asombro

No ofrece duda que la humanidad siente admiración por la naturaleza y por sus efectos beneficiosos; sobre todo, por cómo nacen y florecen las plantas y cómo viven y se alimentan los seres vivos, así como por el espectáculo grandioso y maravilloso que ofrece contemplar el universo, el cielo, las estrellas y el propio astro rey que nos alumbra y calienta: pero esa concepción benévola y hasta beatífica del mundo que nos rodea no deja de ser parcial y unilateral, si no se reflexiona, al mismo tiempo, sobre el asombro que nos producen los cataclismos naturales, terremotos, maremotos, tifones, huracanes, inundaciones, lavas volcánicas y otras muchas catástrofes, desgracias y calamidades naturales, que afectan, indiscriminada y mayoritariamente, a poblaciones y seres humanos inocentes, impotentes ante las ciegas fuerzas de la naturaleza.

Lo anterior nos debe alertar y despertar la necesidad de que no basta con defender el medio ambiente, que constituye nuestro hábitat existencial, sino que, también, debemos intentar prevenir y protegernos contra la fuerza destructiva de la naturaleza pues, tan peligrosa es la inacción del hombre frente a la contaminación del medio ambiente, como su pasividad ante los agentes naturales que le amenazan y asombran. La vida se nos presenta, por consiguiente, como una síntesis de admiración y asombro.

Ya se sabe que las leyes de la naturaleza no se rigen por principios éticos o morales; pero, además, la experiencia nos demuestra que tampoco las leyes naturales responden y representan un orden o armonía fijo, estable y permanente. Si así fuera, el universo no sería un misterio. Es cierto que desde la Cosmogonía de Hesíodo, se viene sosteniendo que al “caos” primitivo le sucedió el “cosmos”, como principio ordenador de la naturaleza; pero ni la naturaleza se mantiene siempre ordenada, ni el orden es obra sólo de la naturaleza.

Cuando Voltaire dice que, “si Dios no existe, habría que inventarlo; pero toda la naturaleza nos grita que existe” es porque no admite fallos ni deficiencias en la sucesión de los fenómenos naturales, lo cual, es dar por supuesto que la naturaleza es sabia y está regida por leyes que aseguran su equilibrio y armonía.

Idéntico es el parecer de Albert Einstein, cuando confiesa “creo en el Dios de Spinoza, quien se reveló a sí mismo en la armonía de todo lo que existe. No es el Dios que se esconde tras la fe y acciones de los hombres”.

Esa reflexión sobre el orden del universo y la armonía de todo lo que existe supone reconocer que las leyes de la naturaleza expresan siempre armonía y equilibrio y esto es puro panteísmo, es decir, identificar a Dios con la naturaleza y admitir que ésta no tiene fallos ni deficiencia alguna.

Que el universo produzca en el espíritu humano admiración y asombro, nos demuestra que la propia naturaleza y sus efectos no son siempre favorables o beneficiosos.

Admiración y asombro

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