Su padre empezó a llamarle de pequeño Fedello y Fedello le quedó. Pasados cuarenta años, sigue siendo Fedello y solo algunos de sus familiares y sus amigos íntimos recuerdan su verdadero nombre, aunque nunca lo utilizan. Llegó a ir al Registro Civil para reinscribirse, pero el funcionario que le atendió, natural de Palencia, se negó a aceptar el cambio. ¡Fedello!, ¿pero qué nombre es ese? ¡Con la cantidad de nombres hermosos que hay en castellano...! Ande, ande, déjeme tranquilo que estoy de trabajo hasta aquí. María, salgo a echar la Primitiva, que hay un bote de 60 millones, y a hacer la compra al súper.
De vez en cuando aún se encuentra con alguien que le pregunta por qué le llaman Fedello y siempre contesta lo mismo: Porque de niño siempre estaba argallando. ¿No sería mejor, entonces, que te llamasen argallante? Fedello mira con displicencia al perspicaz interrogador: ¿No has leído a Cela? ¿Por qué te llamas La Argentina? Porque soy uruguaya. Pues eso. Fedello no ha leído a Cela, ni sabe muy bien si lo escribió como él lo cuenta, pero sí por lo menos parecido. O eso cree él, porque se lo oyó en la radio hace tiempo a unos tíos muy simpáticos.
Fedello rompió la tradición familiar de salir al mar. Nunca fue presumido, pero alegó que los impermeables amarillos no le sentaban bien. Su padre lo miró de arriba a abajo, pero no dijo ni una palabra. Tampoco era necesario que lo hiciese. Que se negase a ser pescador, no significaba que quisiese apartarse por completo del mar. De hecho su primer negocio fue una tienda de efectos navales. Los del pueblo compraban ropas de aguas; los madrileños, barcos en miniatura y figuritas de marineros con camiseta de listas azules y blancas.
Cerró el comercio cuando el propietario del local quiso aumentar el importe de la renta un 25%. Esa subida le señaló el camino hacia su nuevo negocio: una agencia inmobiliaria. Alquiló otro bajo y vivió de maravilla hasta que estalló la crisis del ladrillo. Fedello se vio en la necesidad de volver a empezar. Montó entonces una tienda de chuches. Mientras aguantaron las economías domésticas, se hartó de vender, pero casi de repente se acabó todo.
Fedello, que por naturaleza no podía estar parado, empezó a buscar de inmediato otra oportunidad. Soy un emprendedor se repetía. La palabra le había gustado cuando la leyó en el periódico. A partir de entonces se dio cuenta de que la oía a todas horas en la televisión y en la radio. Esa omnipresencia decidió su futuro. Las ferias medievales. No hay pueblo que no celebre la suya, así que tienen que dan cuartos. Todos los gremios de la artesanía están cubierto, pero tiene que haber algún hueco por el que entrar... ¡Los piojos! En la Edad Media todo el mundo tenía piojos. Monto una granja de cría y tengo la vida resuelta. En el verano, las ferias; y en el invierno, se los vendo a los farmacéuticos para que los esparzan por los colegios y después las madres les compren a ellos el ZZ.