Lisboa

Cardoso Pires se preguntaba qué color tiene Lisboa. El color es el de cada cielo que lo cruza, un cielo que tiende a quedarse el tiempo suficiente para dibujarla. Lisboa ignora a los turistas que tratan de colonizarla, a esos que enarbolan como banderas los móviles para sacar fotografías, esas fotografías que con el tiempo contraerán el alzheimer turístico.
Lisboa no es ruidosa, porque el ruido se pierde en el mar, en ese pequeño gran mar sin olas, pero que, sin embargo, es una metáfora del gran mar donde desemboca.
Lisboa es musical en la medida en que los pensamientos y la lentitud son musicales; es un rumor que cambia, un secreto. Su secreto lo guardan los jugadores de cartas que se esconden en los parques; la música la conservan sus voces.
El cielo del mar donde Lisboa se encuentra encallada, absorbe toda modernidad que trata de tentarla y convierte a los turistas en un rebaño pacífico e ignorante; ella le susurra: no sabéis nada, pasad despacio e idos. Sus habitantes saben que somos los secretos guardados de los árboles.

Lisboa

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