OÍDO Y SONIDO

La vida es un derroche que al hombre, amigo de poseer, le resulta difícil gestionar. La rabia de verla pasar y no poder tomarla, unida a la íntima frustración que produce saber que solo podemos percibirla a través de cuatro sentidos, nos lleva a sentirnos incómodos en ella, a incomodarnos con ella, a buscar trucarla para hacerla así de nuestra inexacta medida.
Debería dolernos solo lo empíricamente demostrado. Pero juegan en nosotros precisos elementos de sensibilidad que nos llevan a intuir lo mucho que perdemos.
Qué decir sino necesitamos esa sublimación para tener tal certeza, como le ocurre a quienes pierden o nacen sin alguno de ellos. A esas personas me voy a referir de la mano de la sonrisa de un niño sordo al que el implante de un ingenio electrónico le permitió oír por vez primera.
El suceso lo conmovió en lo más profundo, pudo asustarse o llorar pero se mostró al unísono tremendamente asombrado y feliz, tanto que señalando hacia la fuente afloró a sus labios la luminosa sonrisa del alma.
Cabría pensar que fue la eufonía o cacofonía del sonido lo que lo llevó ese estado rayano a la enajenación poética, ¡pero no!, fue el saberse capaz de oír y a través de esa facultad adquirir certeza de haber ganado espacio en el vital afán de poder interpretar la vida para así vivirla arreglo a su grandeza. Su inocencia nos hace pensar que nacemos conscientes de tal carencia para ir luego perdiendo el sonar y el oído en favor del ruido.

OÍDO Y SONIDO

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