La vida seguirá. Seguirá por donde empezó, sin revocar su curso, sin avisar, con más o menos ruido. Ahora y todavía tengo el corazón encogido, dolorido y pesaroso, por lo acontecido en Valencia. Pero los días se presentarán primero de uno en uno, luego volverán a correr veloces. Y olvidaré, olvidaremos. No hemos dejado de batirnos todos en un duelo que hemos hecho nuestro, ahora nos toca aproximarnos lo más rápido posible a nuestras suertes, placeres y ocupaciones. ¿Qué puede suceder? Si somos tan frágiles, tan vulnerables. Y el tiempo vuela.
Sobre la brevedad de la vida, Lucio Anneo Séneca ya escribió que la vida se divide en tres tiempos: el que fue, el que es y el que será. De ellos, el que vivimos es breve, el que viviremos, dudoso, y el que hemos vivido, inamovible. Sobre este último, la fortuna ha perdido toda autoridad.
La tarde en que ardió la ciudad del fuego, mi hija pequeña celebraba su mayoría de edad. No sé cuándo ni cómo había gastado yo, tan rápido, sus dieciocho años, porque no soy descuidada con el tiempo, ni lo utilizo como si fuera gratuito. De entre todas las cosas que pude regalarle, al final opté por un viaje a una pequeña isla del Pacífico: «La isla de Utajima sólo tiene unos mil cuatrocientos habitantes y el perímetro de su costa no llega a los cinco kilómetros». Quería que hiciera ese viaje, que lo emprendiera, quería además hablarle de amor, es hora, por eso le entregué El rumor del oleaje.
Le conté quien era Mishima, le hablé de su profunda admiración por la literatura bucólica de la Grecia clásica, y de cómo buscaba establecer una perfecta armonía entre el ser humano y la belleza extraordinaria de la naturaleza. Le dije que leyera esta novela, que es un clásico y una de las más bellas historias de amor de la literatura. Le supliqué hazlo cuando estés preparada, porque no es difícil, solo es sencilla y hermosa.
Lo más simple es un logro en extremo difícil. La belleza es simple, la bondad, la verdad es simple. ¡Búscala! Del dolor no le hablé, quizá porque sé que eso se aprende de golpe cuando llega. Pero sí que le conté que no se deje engañar, que puede equivocarse, volver a empezar una, dos, infinitas veces, porque la suya es quizá la única edad en la que cabe la posibilidad de robarle tiempo al tiempo.
Y es curioso que a ustedes les cuente esto, cuando lo cierto es que la dedicatoria que rubriqué en la bonita edición del libro de Mishima dice así:
Mi pequeña Daniela: Verás que lo más importante se comprende sin necesidad de palabras. Feliz vida, mi amor. Mamá. En tu dieciocho cumpleaños.