El ojo público | La terraza del Pestana de Caracas

El ojo público | La terraza del Pestana de Caracas

Era una mañana ecuatorial y asfixiante en la azotea de aquel hotel de lujo. El calor y la humedad eran tan intensos, tan compactos y pegadizos, que a los adinerados clientes se les empañaban sus carísimas gafas de sol incluso estando al aire libre. 


Aun así, aquella azotea era una minúscula y elitista isla que emergía en el medio y medio de una realidad social caótica y violenta. Sólo en Caracas, cada año, había alrededor de unas 3.000 muertes violentas y cerca de 500 desapariciones. La ciudad más peligrosa del mundo siempre es un lugar fascinante. Y aquella terraza era uno de los epicentros de todos los males. Muy concurrida en sus madrugadas, allí socializaban todas y cada una de las noches, multimillonarios, estrellas de la canción, políticuchos corruptos, modelos de ensueño, narcotraficantes de leyenda, futbolistas de segunda fila, peligrosos pistoleros, señoritas de compañía y algunos periodistas de paso como nosotros. El motivo de tanto trasiego era la existencia de una discoteca con mucha pompa junto a una suntuosa piscina climatizada. La existencia de un lugar así en un país que lindaba con el tercer mundo, era estrafalario, excéntrico y excesivo, por lo tanto, y sin duda, era lo más de lo más o como comúnmente se dice, la puta hostia en vinagre. Todo unido a que, por aquellos tiempos de inicio de la recesión, el precio del petróleo se había disparado, la minoría que abarcaba las clases pudientes de Venezuela, disponían de mucho efectivo, mucho tiempo y mucha marcha. Una especie de garito que sin duda podría ser frecuentado por Lawrence Osborn entre borracheras sin cuento. El resultado es que uno se pasaba toda la noche entre el hall y el último piso subiendo en el ascensor a todo el mundo: aventureros curiosos, putas con ínfulas, advenedizos de fin de semana, nuevos ricos de virreinato y demás fauna, hasta allá arriba, hasta la tierra prometida de la terraza. Te pedían, te exigían, te rogaban y te ofrecían lo que fuese por llegar allí. Dinero, joyas, drogas, servicios varios y cualquier intercambio demencial que se les ocurriese en su desesperada intención de alcanzar la cima. El motivo de tanto comercio era que tan sólo se podía acceder a dicho lugar, empleando la exclusiva tarjeta de cliente del hotel, lo que para alguien criado en Elviña, como era mi caso, hasta tenía cierto aire guasón. Y como en el fondo, todo suele importarme más bien poco, digamos que me gané el cielo rechazando negocios turbios y ejerciendo de desinteresado ascensorista todos los días que estuve allí.


El caso es que aquella mañana, Marco Antonio Sande que aún curraba en la SER en aquellos días, y yo, enviado especial de El Ideal y DXT a la pretemporada del Deportivo de La Coruña en Venezuela (tiempos de abundancia y de periodismo presencial), holgazaneábamos en la piscina sin demasiado que decirnos. Marco es un periodista como la copa de un pino, elegante y trabajador, eficaz y fiable. Al igual que lo eran todos los de aquella inseparable pandilla de cínicos que conformaban el sector duro de la información deportiva herculina: Eduardo Herrero, Nacho Carretero, Silvia Valdés, Juan Yordi o Jaime Arias. Yo era sin duda el raro, el fotógrafo, y el que no hizo una carrera tan meteórica ni estelar como lograron muchos de ellos. Pero siempre me aceptaron como uno más. El fotógrafo siempre es el que lo ve todo desde otra óptica y la gente inteligente sabe apreciarlo. Pero volviendo al asunto de la azotea y la piscina, como yo no soy muy de remojo, me dedicaba aburridamente a sacar fotos generales de los ranchitos que inundaban la ladera de la capital.


En una de estas y al girarme, percibí que había un tipo me estaba sacando una foto con una Leica analógica. Hermosa y equilibrada. Una de esas cámaras que valen una vida y un par de orejas para un fotógrafo. “Sorry”, exclamé, y me aparté del tiro de la lente, ya que pensaba que el tipo estaba fotografiando las impresionantes vistas que se apreciaban desde aquella vertiginosa planta 15.“No, no, please, you´re perfect, don’t move”, respondió con acento extraño. Supongo que mi imagen era simpática. Un tipo en bañador roñoso y chanclas de baratillo con una cámara enorme colgada al cuello y de fondo aquel paisaje resulta un contraste más que curioso. Así que entendí la toma y dejé que la hiciese a pesar de sentir el hormigueo del pudor recorriendo mi cuerpo. Lo más curioso es que el fulano iba con sombrero y en albornoz. Su pinta aún era más ridícula que la mía.


“¿Quién era ese?”, me preguntó Marco. El señorito tenía el pelo rizado, totalmente canoso, con aire distinguido y buenos modales. “No sé”, respondí, “el típico banquero Suizo, supongo”.


Al rato, y hastiado ya de tantas alturas bajé a la recepción del hotel a leer los periódicos locales. En uno de ellos, en portada y a todo trapo salía una foto del hombre que acababa de retratarme en la popular azotea. El titular rezaba así: “René Burri. Retrospectiva en Caracas”.


“¡Sufro una tara mental”, pensé, “¡sin duda la sufro!”, y ya no pude pensar más. Subí como un rayo de nuevo a la azotea para poder intercambiar un saludo, pero él ya no estaba. Ni tampoco lo volví a ver. Hace más de 10 años que falleció René Burrí. Era tan bueno que cada vez que veo sus fotos me entran ganas de llorar. Curiosamente pasó a la posteridad por la foto del Ché. No por la que me hizo a mí. 

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