Era la mañana de Navidad de 2013. Un rayo –hay quien quiere ver en esto algún tipo de mensaje divino– caía sobre el santuario de A Virxe da Barca en Muxía, que empezó a arder con todo lo que tenía dentro. El fuego acabó con la cubierta y con algunos retablos e imágenes, causando gran conmoción entre los vecinos y los devotos que solían acudir a esta capilla barroca, fechada entre los años 1717 y 1719. En el incendio confluyeron varias fatídicas coincidencias. Además del origen del fuego y la curiosidad de la fecha, está el hecho de que el templo acababa de ser restaurado por el Instituto del Patrimonio Cultural de España y que, poco después, el día de Reyes, se rompió la Pedra de Abalar debido a los temporales.
En medio de toda esta serie de catastróficas desdichas, que se vivieron en la zona como una auténtica desgracia, como si estuvieran condenados a sufrir los golpes de los elementos, también se produjeron algunos hechos afortunados. Uno es el que protagonizó la Virgen de Fátima, que había llegado unos años antes al santuario y que fue una de las imágenes que se salvó milagrosamente de la quema.
La talla no era una antigüedad, sino que se había comprado ese mismo año en el mismo sitio donde se venera a esta Virgen, la localidad portuguesa de Fátima.
José Antonio Rabina, un carpintero y ebanista del barrio coruñés de Mariñeiros, fue el encargado de ir a buscarla. Catequista durante muchos años, hizo la comunión en San Pedro de Visma, en donde, ahora que ya está jubilado, suele echar una mano en lo que haga falta. También estuvo unos años en la parroquia de San Antonio, cuando estaba en un bajo en la calle Entrepeñas. “Con don José –explica emocionado–, que para mí era un santo”.
La talla estuvo en el santuario desde 2003 hasta el incendio; el fuego no llegó a tocarla pero estaba muy negra y deteriorada
Siempre ha tenido mucha devoción por la Virgen de Fátima, un fervor que nació tras conocer a una religiosa a la que se le había aparecido la Virgen y, de hecho, desde los años setenta, viajaba varias veces al año con su hermano Ángel hasta el santuario portugués. “Íbamos mi hermano y yo siete veces al año, aunque también íbamos a Lourdes”, recuerda.
En una de esas peregrinaciones a Lourdes, llevaron a una enfermera que estaba muy delicada de salud pero que tenía muchísima ilusión por este viaje. “A los dos meses, falleció pero cuando estuvo en Lourdes tuvo el valor de hacer todo el víacrucis”, rememora José Antonio.
En abril de 2003, sabiendo de sus visitas al santuario mariano, una familia de Muxía, que conoció a través de unos amigos, le pidieron que, aprovechando uno de sus numerosos viajes a Fátima, trajera una imagen para el santuario de la localidad, que ellos entregarían en donación.
Así lo hizo y compró la imagen en una tienda especializada, Santo André, por unos 2.300 euros. Al llegar a A Coruña y mientras no trasladaban la talla a su ubicación definitiva, decidió exponerla durante unos días en un pequeño altar en su taller de Casanova de Eirís para que los devotos pudieran acudir a verla y a rezar.
El domingo 13 de abril de 2003, después de la procesión, la Virgen quedó emplazada en el interior del santuario de Muxía. Allí estuvo durante diez años hasta que, en 2013, llegó el incendio. La talla logró salvarse y el fuego no llegó ni a tocarla pero estaba bastante deteriorada y ennegrecida por el humo. Además, con el calor, habían saltado los ojos de las cuencas y habían caído al interior de la estatua. “Si la agitas, a veces se oye un clon-clon que son los ojos que cayeron dentro”, explica José Antonio.
Con ese aspecto, mirarla daba una sensación muy extraña, casi más de película de miedo que de devoción mariana. La mujer que le había encargado al carpintero coruñés que la comprara le aseguraba que no podía verla así, que le daba mucha pena, con lo que le encargaron una nueva.
Cuando concluyeron los trabajos de restauración del santuario, José Antonio regresó a Fátima y compró una pieza exactamente igual a la primera y por un precio muy similar. La nueva Virgen, blanca y reluciente, ocupó el lugar de la otra en un viaje un tanto accidentado que concluyó justo a tiempo: diez minutos antes de que empezara la misa.
La imagen antigua no era tan bonita y estaba condenada a acabar en un almacén. Su propietaria no se acostumbraba a verla y el carpintero se ofreció a restaurarla. “Estaba muy mal –recuerda–, hubo que poner piedrecitas para igualar zonas que faltaban y limpiarla bien”. La corona estaba negra, igual que el vestido, que se pintó de crema, en lugar del blanco que suele llevar esta figura. Es uno de los detalles que la diferencian de su gemela de Muxía.
En lugar de tenerla en casa, José Antonio decidió que estaría mucho mejor en la iglesia de San Pedro de Visma, donde los fieles pudieran venerarla. El 30 de mayo, fue la protagonista de una nueva procesión con antorchas en el barrio. Lo que muchos no sabían es lo cerca que estuvo de desaparecer en un incendio.