“Yo soy de Santa Margarita”. Así se define Ramón Núñez (A Coruña, 1946), quien desde niño parecía predestinado a estar unido al entonces monte y hoy parque. “Nací en una casa, no muy lejos de aquí [se refiere a la Casa de las Ciencias], donde hoy se cruzan la avenida de Finisterre y la ronda de Nelle, y de recién casado, me vine a vivir a esta puerta del parque”, recuerda. De otros rincones de la ciudad, elige el jardín de San Carlos. “Todavía no volví desde que murieron los árboles, no sé si volveré –confiesa–, porque tengo miedo de que me dé mucha pena, no soy valiente para estas cosas”.
¿Ramón o Moncho?
Toda la vida, mis amigos me conocieron como Moncho. Y solo me llamaban Ramón las personas lejanas. En casa, para diferenciarme de mi padre, me llamaban Monchito y mi madre y mis hermanos abreviaban a Chito. Esos son los nombres con los que vuelvo la cabeza.
¿Cuáles son sus primeros recuerdos de la ciudad?
Están vinculados a este lugar, al monte de Santa Margarita. Había canteros, picando y colocando estas mismas piedras [señala uno de los muros junto a la Casa de las Ciencias]. Me llamaba mucho la atención cómo eran capaces de encajarlas para que la piedra que venía les coincidiera. También recuerdo los camiones alemanes, donde estaba la emisora de Radio Nacional, que tenía su antena junto al molino. Y una charca donde cogíamos renacuajos. Y jugar al juego de cada temporada: la bujaina, las bolas, el che, las chapas... Y a la pelota, en esta explanada recuerdo haber estado de portero, usando uno de los arcos de portería.
Parece que estaba predestinado a acabar en este sitio.
Este fue mi ambiente de infancia. Después, me fui a estudiar a Santiago y a Madrid.
¿A dónde fue al colegio?
A los Maristas, que estaba en Teresa Herrera; se entraba por la calle Betanzos, directamente al patio, donde he jugado mucho.
¿Tiene buenos recuerdos?
Sí, era buen estudiante. De los primeros de clase. Digamos que Paco Vázquez y yo, con otros compañeros, nos disputábamos a ver quién sacaba más matrículas.
¿Y quién sacaba más?
En algunos cursos, él y en otros, yo. A partir de cuarto de Bachillerato, como él fue por letras y yo por ciencias, mis padres me preguntaban: “¿Cuántas matrículas sacó Paco?”. Y yo contestaba: “Es que él va por letras, que es más fácil”. Esa era mi disculpa.
¿Y por qué especialidad optó?
Desde pequeño quería ser químico...
Parece algo raro en un niño...
Pues no. Hubo un hecho desencadenante. Cuando tenía unos doce años, el hermano marista nos llevó al laboratorio e hizo un experimento. Cogió un frasquito y, con una espátula, puso un poquito de polvo rojo en un tubo de ensayo y lo puso al fuego. Las paredes del tubo empezaron a formar unas gotitas, que juntó en una bolita plateada y nos dijo que aquello era mercurio. Aquel hecho de que solo aplicando calor una cosa se transformara en algo tan distinto me pareció magia. Y dije: yo quiero ser químico. Cuando lo planteé en casa, mi padre me dijo que la ilusión de su vida era tener un hijo ingeniero. La palabra ingeniero...
Vestía más que químico.
Sí. Me dijeron que podía hacerme ingeniero industrial y elegir la especialidad de química. Hice el selectivo en Santiago y el curso de iniciación en Madrid y allí, por primera vez en mi vida, suspendí. Éramos unos mil alumnos y a primero pasaban solo sesenta. Le dije a mi padre que me quería cambiar y él me echó un discurso diciéndome que no me podía rendir a la primera. Llegamos al pacto de que me iba a presentar en febrero y, si aprobaba, me pasaba a químicas, que fue lo que pasó. Hice hasta segundo en Madrid y luego me cambié a Santiago, porque ya tenía novia, y allí terminé la carrera.
¿Cuál fue su primera experiencia laboral?
En la refinería de petróleos de Castellón. Mi primer trabajo fue el diseño de un reactor para quitarle el azufre al gasóleo. Se empezaba a hablar de la lluvia ácida y se rumoreaba que iba a aparecer una legislación para limitar el azufre. Ya estaba casado y mi mujer era funcionaria del Ayuntamiento, así que sopesamos si podía venir a trabajar aquí. Me ofrecieron un puesto en Santa María del Mar, de profesor de química y de ciencias, y ahí empecé a trabajar como docente.
¿En qué momento en esta trayectoria vital aparecen los museos científicos?
En Santa María del Mar estuve desde el año 70 hasta el 83 y, en el medio, en el 76 y 77, estuve en Nueva York, en un proyecto que se llamaba Project City Science, que trataba de cambiar la forma de enseñanza de las ciencias a los adolescentes de los suburbios y hacer algo más experimental. Era un entorno duro y cuando veían llegar a un latino como ellos era todo más fácil. Me especialicé en educación de las ciencias y, a la vuelta, daba cursos y conferencias sobre esto a otros profesores. Todo cambió en el año 83, cuando Paco Vázquez llega a la Alcaldía.
¿Cómo le convenció?
Me preguntó si quería formar parte de su equipo y hacerme cargo del servicio municipal de educación. Aquello para mí fue un auténtico éxtasis porque era, por un lado, entrar en la Administración y ponerte al servicio de todos los ciudadanos. Y, por otro, iniciar un trabajo donde casi toda la iniciativa te correspondía a ti.
Y ahí se fragua lo de la Casa de las Ciencias.
Siendo director del servicio municipal de educación, en el otoño del 83, Paco me preguntó qué se podía hacer con el Palacete. Y entonces recordé que un profesor que había tenido en Nueva York, James Rutherford, vino aquí con su familia y, un día, cenando, me dijo: “Moncho, ¿qué es aquel edificio en obras? ¿Y si le dices al alcalde que por qué no se hace ahí un museo de ciencias?”. Claro, esto fue en el 77, a mí ni se me pasaba por la cabeza que yo pudiera hablar con el alcalde. Y mucho menos sugerirle algo. Pero, en 1983, el alcalde era amigo mío, porque habíamos ido juntos al colegio, y se lo propuse. Ya había en España un referente, que era el museo de la ciencia de La Caixa en Barcelona. Hicimos un viaje y era ya muy fácil de convencerle: la cúpula del Palacete podía convertirse en un planetario; el cañón de la escalera podía albergar un péndulo de Foucault... Es que parecía que el edificio estaba destinado para eso.
De todos sus ‘hijos’ científicos, ¿alguno es su preferido?
Yo digo lo mismo que los padres: cada uno destaca por una cosa. Esto es exactamente igual.
Pocos son profetas en su tierra pero a usted acaban de nombrarle hijo predilecto de su ciudad...
Estoy contentísimo, orgulloso, satisfecho. Es un honor que nunca soñé. Me siento querido. Y me gustó también ser el primer hijo predilecto que se dedica a las ciencias y la educación. Reivindico el prestigio social de los maestros. Digo con orgullo que soy hijo, nieto y biznieto de maestros. Tienen una importancia fundamental en la vida de las personas y su reconocimiento social no está a la altura.
Si le dieran una máquina del tiempo, ¿a qué época de la ciudad volvería?
Volvería a cuando cogía cucharones, aquí en la charca, para llevarlos a casa para hacer experimentos y tratar de que no se me murieran.
¿Prefiere los churros de Bonilla o los churros del Timón?
Bonilla. Casi siempre están mejor de sabor.
¿Jardines de Méndez Núñez o monte de San Pedro?
Méndez Núñez, porque tiene un montón de rincones entrañables. El monte de San Pedro lo viví como monte silvestre. De hecho, de niño íbamos allí a buscar el musgo para el nacimiento; no es ya de mi generación. Sin embargo, los jardines de Méndez Núñez lo fueron en mi infancia, cuando iba a mirar los pececitos del estanque; lo fueron en mi juventud, cuando paseaba con mi novia, cuando íbamos a la cafetería del Atalaya... significan mucho.
Para salir a tomar algo, ¿calle de la Estrella o calle de la Barrera?
La Estrella. Sigue teniendo algunos sitios a donde voy. O Lagar es un sitio recurrente o la taberna del Cunqueiro, la Mundiña...
¿Bebe agua de Emalcsa o embotellada?
Bebo agua del grifo, aunque en mi casa no es de Emalcsa. Pero, cuando vivía en A Coruña, también era agua del grifo.
Si tuviera que elegir una, ¿playa de Riazor o playa del Orzán?
Riazor. Y, sobre todo, el Riazor que había antes de que le hubieran añadido arena foránea.
¿Suele recorrer la ciudad más bien a pie o motorizado?
No vivo en A Coruña, vivo a veinte minutos de aquí. Vengo en coche, lo aparco en el parking de la plaza de Lugo y me muevo andando. Los jueves voy a El Cabo, a tomar la mejor tortilla del universo. Compro en la plaza de Lugo y esa es mi área de movimiento. Me gustan las exposiciones que monta la Fundación Marta Ortega, también voy por allí. Y, si tengo que ir a algún sitio lejos, cojo un autobús.
¿Es más de helados tradicionales, de los de toda la vida, como los de la Ibi o la Colón, o de sabores más modernos?
Soy de helados tradicionales. Comía mucho tutifruti. Y, quizás, alguno bueno de chocolate.
Si le dan a elegir, ¿prefiere una verbena o un concierto?
Depende donde sean. En general, prefiero un concierto.
Dígame uno que le haya gustado especialmente.
Huy... Tengo algún recuerdo de un ‘Réquiem’ de Mozart impresionante con la Sinfónica, aquí, en el Palacio de la Ópera.
Como fiesta, ¿disfruta más de Carnaval o de San Juan?
Mi Carnaval, ahora mismo, es gastronómico, sobre todo. Me hago unos buenos homenajes. Y, después, como tradición popular, me gustan las hogueras de San Juan, el rito de lavarse con las hierbas...
¿Dice más chorbo o neno?
Chorbo no lo uso. Neno... a veces.