Maldito y maldecido

El mar es un cocodrilo gigante, juguete de astral mirada en el recreo de los dioses, soñar de los peces y bregar de los hombres; en su panza, un padre, un hombre, en la apariencia un ser humano, ha escondido a sus hijas para todo el horror del universo.


Más tarde se ha extraviado él, como quien en un inocente juego corre a buscarlas, pero ellas ya no están, se han perdido, las ha perdido, y lo ha hecho lejos de los juegos y sus suertes de alegres risas y cómplices miradas, en la perversión terrible del crimen. Un acto de venganza impropio de su condición, porque no era su vida, eran dos vidas a las que solo les debía la responsabilidad de defenderlas y quererlas.


Sin embargo, este hombre las ha tomado como rehenes y las ha sacrificado al solo objeto de romper otra vida, la de la madre, la de esa persona con la que las concibió y con quien compartió amor, ilusión y esperanza.


La vida, es cierto, se tuerce, pero eso no disculpa la atrocidad de buscar enderezarla quebrando vidas. El padre era dueño de la suya y en esa liberalidad pudo disponer de ella, pero lo que no es de ningún modo admisible es que decidiera sobre la vida de esas niñas, sus hijas, y de algún modo horrible sobre la de la madre.


La condición humana nos es dada y él, convertido en un monstruo, la ha perdido, y el mar y el universo se lo han de recordar con rabia mientras mecen, lejos de él, con mimo, estrellas despiertas, peces dormidos y niñas muertas.

Maldito y maldecido

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