Y ya pasó un año

Este domingo se cumplirá un año desde aquel fatídico sábado en el que nos anunciaron que nuestras vidas iban a parar por tiempo indefinido y renovable porque, de pronto, sin esperarlo y- al día siguiente de suspender la asistencia a los colegios-, nos obligaron a vivir en un régimen dictatorial gobernado por un virus que se había erigido a si mismo jefe supremo del estado.


Tras ver cómo nuestros vecinos italianos caían como moscas por los contagios que el nuevo mandatario y su ejército producían en la sociedad; comprendieron que era mejor resguardarnos durante un tiempo muerto. Y la vida se paró de pronto como jamás lo había hecho en la era moderna. A marchas forzadas tuvimos que aprender a trabajar y a realizar gestiones de toda índole desde unos hogares que se convirtieron en escuelas y oficinas.


De repente, salir a la calle se convirtió en un extraño privilegio reservado para un puñado de trabajadores que casi preferían resguardarse en sus hogares por el miedo a caer enfermos o a la inseguridad que reinaba en las calles desiertas.


Los sanitarios desplegaron todos sus conocimientos e hicieron acopio de un valor inédito para afrontar con entereza el colapso de unos hospitales con muertos por los pasillos, una buena parte de enfermos intubados y otros tantos que, más solos que la una, veían en ellos a sus ángeles salvadores.


Los españoles observábamos cómo el mundo entero se encerraba en unas casas que, para unos se convirtieron en fortalezas y para otros en celdas de castigo; porque más allá de la peste que nos acechaba fuera, los problemas familiares que una buena parte de la población sufría en sus hogares, se vieron acrecentados por el exceso de trato.


Un sector de nuestra sociedad- principalmente el vinculado a la hostelería, el turismo y los eventos de toda índole-, se vio obligado a cerrar forzosamente por la prohibición de reunión. Porque de la noche a la mañana, descubrimos que el mayor enemigo del ser humano eran sus propios congéneres.


El bicho crecía en una saliva que contaminaba al hablar y que, flotando por los aires llegaba a insólitos rincones que no se podían tocar… Y, como no sabíamos cuáles eran ni toda la gente hacía gala de la misma higiene y responsabilidad, además de aprender a vivir con bozal, tuvimos que aprender a no tocarnos para evitar herirnos de muerte.


El coronavirus arruinó vidas y empresas, endeudó a mucha gente, retrasó gestiones y nos aisló durante dos meses de cierre total. Cuando creíamos que el castigo había terminado para siempre y la masa se relajó, volvió con la mayor de las virulencias a recordarnos que él era el más fuerte.


Y así nos volvieron a encerrar de forma intermitente, comenzaron a jugar con los cierres y aperturas y suspendieron actividades esenciales para el divertimento de un ser humano que, en mayor o en menor medida, ha acariciado las hieles de la depresión que traen consigo la falta de libertad, el miedo y la incertidumbre.


Y, ahora, un año después y más asustados que nunca, cada vez estamos más cerca del final de este oscuro túnel gracias a una luz llamada vacuna que, no yendo tan rápido como quisiéramos, camina hacia la salida. Una salida que no debemos volver a jugarnos a las cartas de la irresponsabilidad, si es que queremos recuperar cuanto antes nuestra vida anterior.

Y ya pasó un año

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