El ministro cinéfilo

El ministro Cristóbal Montoro no deja de hacer amigos, y cada vez más acérrimos –aunque esto último se lo pueden tomar como quieran, que gustos no faltan– teniendo en cuenta sus procelosas y, por lo que parece, irrefrenables declaraciones. Si hace apenas una semana nos hablaba de que los sueldos subían –manifestación inmediatamente contrarrestada por la propia patronal–, la última prenda se cierne sobre uno de los sectores más vapuleados por la crisis. Y es que la cultura se cae. No basta tener en cuenta, al parecer, el hecho de una actividad esencial para el desarrollo del ser humano en todo país esté sujeta a al mismo impuesto que otros artículos –no digamos ya de primera necesidad, porque no sería cierto– pero sí de evidente aportación al conjunto de la sociedad. Al ministro le sobran explicaciones, porque lo que es evidente es que las tiene para todo. La última lo de que, a lo mejor, no es precisamente el cine español un artículo de demanda, del gusto, digamos, del común de los ciudadanos. La cosa indica evidentemente que son otras las preferencias del sr. Montoro, sobre todo teniendo en cuenta que no recordó, o no le vino a la mente –cosa rara teniendo en cuenta su versatilidad– ningún título español de al menos de reciente o no excesivamente reseso estreno.
El llamado Séptimo Arte corre, como otras muchas cosas, pongamos de ejemplo a los investigadores, los ingenieros, los médicos o enfermeros, por citar solo a algunos profesionales, peligro de emigrar. En realidad, ya lo ha hecho. Porque en un país en el que junto con la subida de impuestos que afecta al consumo de espectáculos también se aporta la realidad de que disminuyen las ayudas al sector, pocos recursos le quedan a los realizadores que no sean los de recurrir a la producción foránea para llevar a cabo sus proyectos. El caso es que, cuando lo hacen, además, triunfan, tanto en crítica como en taquilla. Por algo será, pero básicamente, al margen de la capacidad de realización que aportan otros países, por la disponibilidad que para productores y directores aportan los medios que se les ponen delante. Sin ayudas, difícil lo tiene el mundo del cine para progresar en este país, en lo que lo lamentable es ver cómo se pierden artistas de primer orden y no precisamente por la criba que suponen los impuestos a la renta, como sucede, sin ir más lejos, en Francia. La impresión, como decimos en el terruño, es de que “si non é boi, é vaca”, frase que podrían apuntarse una buena relación de ministros, por aquello de dejar descansar, aunque sea por un momento, a la vivaz lengua mental del susodicho, que por algún motivo me imagino que la tiene excesivamente cerca del hipotálamo a tenor de su fluida e inmensa  capacidad para la reinterpretación. Tal vez, a no pocos realizadores españoles les gustaría incorporarlo como personaje perpetuo en más de una cinta. Lo extraño es que Segura no lo haya hecho ya al elenco de su conocida saga.

El ministro cinéfilo

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