Nada menos que diez adjetivos descalificativos dedicaba hace unos días en este periódico la presidenta de la Federación provincial de Asociaciones de padres y madres de alumnos de la escuela pública, Helena Gómez, a la reforma educativa ya en curso parlamentario: segregadora, elitista, sexista, unilateral, partidista, ultraconservadora, neoliberal, mercantilista, regresiva, darwinista social… La señora Gómez parecía haber echado mano del mejor de sus prontuarios o breviarios políticos para llegar a la particular conclusión de que a la llamada ley Wert “no había por dónde cogerla”.
La verdad es que de entrada me pierden credibilidad los juicios de quienes en los asuntos que examinan sólo ven males sin mezcla de bien alguno, como del infierno decía el viejo catecismo. Me suenan a maximalistas y maniqueos. Es lo que le sucedió a la señora Gómez en la entrevista que mencionamos y lo que les está acaeciendo a los críticos no ya con aspectos puntuales, sino con la totalidad de la Lomce (ley orgánica de mejora de la calidad educativa). Una riada de descalificaciones sin mayores argumentos en contrario y pocas, muy pocas, propuestas alternativas, por no decir ninguna.
Por eso es obligado llegar a la conclusión de que su alternativa es mantener a nuestros muchachos en el sistema actual. Un sistema suficientemente experimentado y, a la vista de los resultados, manifiestamente mejorable. Un sistema que con una tasa de casi el 25 por ciento nos ha hecho líderes de la Unión Europea en abandono escolar temprano. Un sistema que en la enseñanza obligatoria produce medio millón de alumnos repetidores que cuestan 2.500 millones de euros anuales. Y un sistema que ofrece en PISA unos resultados doce puntos por debajo de la media de la OCDE.
Señalaba el otro día, y con razón, Esperanza Aguirre que el 57,2 por ciento de paro juvenil dice mucho de la gravedad de nuestra crisis económica, pero también de un sistema educativo profundamente ineficaz. Cierto es que hoy trabajan 170.000 titulados universitarios más que a finales de 2007. Pero cierto es también que unos 2,3 millones de los empleos perdidos son de trabajadores que no acabaron la educación obligatoria. El 45 por ciento de los jóvenes en paro no tiene la ESO. Estos muchachos son carne de cañón del desempleo.
Me encuentro, pues, entre los que se niegan a reducir el análisis de la ley Wert a algo que afecta a un puñado de familias catalanas y a una asignatura optativa, como la Religión, que a la postre tendrá una hora de clase a la semana. El problema, como se ve, es muy otro y de infinito mayor alcance. Por eso digo que la reforma educativa es no sólo una necesidad de la sociedad, sino también una obligación del Gobierno.