Un ruego

Si a usted le gusta leer español en estado puro. Con signos ortográficos, tildes, letras. Gramática excelsa, pulcritud y belleza al utilizarla. Lea una novela que me atrevo a recomendarle. Donde las oraciones adquieren valor enunciativo y descriptivo. Encauzadas hacia un diccionario normativo y práctico de la lengua hablada por más de quinientos millones de humanos. Aunque a veces muchos propendan a no entender lo que no les conviene entender. O a suponer lo que van a decirles, aunque no sea precisamente lo que les hayan dicho.
Vivimos una época –recuerda un maestro a la antigua– en que la autoridad, la norma y la disciplina parecen no gozar de prestigio social. Claro que, al mismo tiempo, se exige a los parlamentarios disciplina de voto, se fomenta entre los televidentes la unanimidad de opinión y se impone –mediante piquetes violentos, si es preciso– la efectividad de la huelga… Y metidos en estos vericuetos no olvidamos los sabios tertulianos, los tuitteros machacando el idioma y los grafiteros dejando las huellas de sus pezuñas sobre albas paredes y edificios. Pues contra todos estos dragones lucha con singular acierto José Jiménez Lozano. Un médico nato. Un sanador de alumnos deshauciados en su deliciosa novela “Se llamaba Carolina”.
Desde la portada, retrato de muchacha pintado por Robert Cozad que cuelga en el Instituto de las Artes de Detroit, atrae. Libro que recomiendo en ese boca a boca respecto a un autor premiado mil veces y ahora con el Cervantes…
Un pueblo de la meseta castellana, sacudido por el trauma de una guerra que nadie quiere recordar y que acelera las pulsaciones del lector. Cómicos de la legua viajando por esos pueblos de Dios con representaciones de titiriteros profesionales y lugareños para adivinar que esconde la magia del teatro, los grandes dramaturgos y sus obras como esa maestra de escuela Carolina Domat interpretando la Ofelia de Shakespeare y de la que estaba profundamente enamorado el discípulo narrador.

Un ruego

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