Cuando empleamos la frase “dejados de la mano de Dios” no sabemos si se trata de una queja, de un reproche o de una sensación de abandono o impotencia.
Realmente, en esa expresión se contienen distintos sentimientos pero todos tienen en común el reconocimiento de que hemos sido abandonados o, lo que es lo mismo, que hemos dejado de tener la ayuda o el apoyo que teníamos con anterioridad.
La anterior reflexión es reveladora de la comodidad e indolencia con las que afrontamos las circunstancias y avatares de la vida. Es un reconocimiento a la placidez de la vida que disfrutamos con espíritu burgués y conformista.
Pero con independencia de lo anterior, decir como excusa o explicación de nuestras desdichas y decepciones que Dios nos ha abandonado, es confesar que somos incapaces, por nosotros mismos, de actuar y tomar decisiones. Y cuando esto ocurre, es cierto que estamos dejados de la mano de Dios pero lo peor es que caemos en las garras de los corruptos y ambiciosos.
La frase que comentamos esconde, por decirlo así, lo que en términos coloquiales equivale a desear que sean otros “los que nos saquen las castañas del fuego”, o conformarse con pensar “que otros vendrán que bueno me harán”.
En política no caben el fatalismo ni el providencialismo. Ni “los dados de Júpiter siempre caen bien”, como decían los clásicos en la antigüedad, ni la Providencia es el tutor o guardián permanente que nos guía y protege de los errores y fallos de nuestros políticos y gobernantes.
Precisamente, “dejados de la mano de Dios” es frase que encierra una gran dosis de pesimismo y encaja perfectamente en el desánimo, desconfianza y falta de liderazgo ético, solvente y eficaz de que adolece nuestra actual clase política.
Es una manifestación que expresa la incertidumbre, desconcierto, inseguridad y pesimismo de los ciudadanos ante la ausencia de opciones políticas creíbles e identificables. La desconfianza se ha apoderado de la sociedad y por ello ésta se refugia atribuyéndole a Dios el grave pecado de los políticos que son los que, verdaderamente, hacen “oídos sordos” a las reivindicaciones sociales y a las necesidades de la población.
No saben hacer honor a su dignidad de políticos los que, como dice el reciente premio Princesa de Asturias de Humanidades, Emilio Lledó, “debieran darse y servir a los demás”, pues, muchas veces, continúa dicho autor, “son fruto de intereses de los codiciosos que los manipulan”.
Finalmente, si no ponemos nada de nuestra parte, la sociedad cae en el “pasotismo” y ni siquiera cumple con el viejo aforismo “ayúdate, que yo te ayudaré”.
En política, como en la vida, nada se consigue gratuitamente y sin esfuerzo, por lo que, pedir sin dar, es inaceptable e insolidario. Si el político “no se da a los demás”, difícilmente conseguirá que los demás le sigan y le den su confianza.