Secretos oficiales

Quien decide qué pueden y qué no pueden saber los españoles del siglo XXI sobre sí mismos, sobre lo que les ocurrió en el reciente pasado o sobre las actuaciones del Estado que afectaron a sus vidas, a menudo para mal, es una ley franquista de 1968, la de Secretos Oficiales, una ley promulgada por unas Cortes pastueñas cuyo objetivo no era otro que el de vedar a los españoles el conocimiento de cuanto pudiera no convenir al Régimen de Franco que se supiera.


Pese a unas pequeñas e irrelevantes modificaciones en 1978, esa Ley de Secretos Oficiales, de secretos franquistas, conserva su vigencia, que es tanto como decir que conserva íntegra su capacidad de despojar a la sociedad española de su derecho a saber, siquiera con el regulado retraso que pudiera convenir a la difusión de unas pocas y concretas materias sensibles.


En España, en la España actual que se reputa de democrática, y cuyas fuerzas vivas se alteran lo indecible cuando alguien pone en cuestión ese extremo, no existe ese derecho, pues esa ley franquista inalterada no dispone ni prevé que lo que se “clasifica” se pueda “desclasificar” en algún momento, al contrario de lo que ocurre en las naciones democráticas, donde los secretos oficiales dejan de serlo por ley al cabo de 20, 30 o 50 años.


Con ocasión del 40º aniversario del fracasado Golpe de Estado del 23-F, numerosas voces, particularmente la del PNV, han tornado a denunciar esa ley franquista y urgido a su reforma y adecuación a un sistema que sin éstas difícilmente puede calificarse de democrático, y menos de plenamente democrático. Las dudas y las lagunas sobre la gestación de aquél Golpe, sobre su ejecución, sobre sus protagonistas, que podrían disiparse y esclarecerse con la consulta de los documentos y las conversaciones telefónicas que permanecen secretos, amparados por una ley tan radicalmente afecta a los intereses e ideología de quienes dieron el Golpe, seguirán gravitando sobre la política española, distorsionándola gravemente.


Se ve que aquellos en cuya mano está proponer en el Congreso esa reforma, y sacarla adelante, no creen que el agua pasada no mueve molinos. En efecto; puede que las aguas pretéritas embalsadas en esos Secretos Oficiales sine die tengan la capacidad, por uno de esos milagros del conocimiento, de mover alguno de los muchos molinos atascados, secos, de nuestra política, pero es precisamente lo que se espera de la democracia, que el agua y la verdad fluyan.

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