El envejecimiento puede entenderse, desde la biología evolutiva, como la consecuencia de la pérdida progresiva de fuerza de la selección natural a medida que pasan los años.
Bajo esta mirada, la teoría de la pleiotropía antagónica (un concepto evolutivo que describe cómo un solo gen puede tener efectos beneficiosos en una etapa de la vida y efectos perjudiciales en otra etapa) sugiere que ciertos rasgos que ofrecen ventajas en la juventud —como crecer rápido o tener hijos pronto— terminan pasando factura en etapas posteriores de la vida. Aunque esta idea lleva décadas implantada, la evidencia en humanos ha sido hasta ahora limitada y fragmentaria.
Sin embargo, investigaciones recientes comienzan a aportar pruebas más sólidas: la edad de la pubertad y del primer embarazo podrían influir de manera directa en la longevidad y en la vulnerabilidad a enfermedades crónicas. La cuestión sigue abierta: ¿se trata de una simple correlación marcada por el entorno, o realmente la genética conecta los tiempos reproductivos con la forma en que se envejece?
El momento en que una mujer atraviesa la pubertad o afronta la maternidad puede condicionar décadas de su salud. Quienes tienen una menarquia temprana o un primer parto antes de los 21 años muestran un riesgo mucho mayor de padecer enfermedades crónicas como diabetes tipo 2, insuficiencia cardiaca y obesidad. En algunos casos, el peligro se multiplica por cuatro. En cambio, retrasar estos hitos reproductivos se asocia con mayor longevidad, menor fragilidad y un envejecimiento más lento.
Estas asociaciones no parecen fruto de la casualidad. Un análisis de casi 200.000 mujeres del UK Biobank identificó 158 variantes genéticas relacionadas con la edad de la menarquia y del primer parto.
Muchas actúan en rutas conocidas del metabolismo energético y el envejecimiento: IGF-1, hormona de crecimiento, AMPK y mTOR. La evidencia apunta a un fenómeno de la mencionada pleiotropía antagónica, según la cual un rasgo útil para la salud temprana se cobra un coste en la salud futura.
Un factor clave parece ser el índice de masa corporal (IMC). las mujeres que experimentan pubertad temprana suelen presentar un IMC más alto, lo que contribuye a los problemas metabólicos posteriores. Al eliminar las variantes genéticas relacionadas con peso, algunas de las asociaciones dejaron de ser significativas.
Este hallazgo coincide con la hipótesis de los llamados “genes ahorro”: predisposiciones evolutivas a almacenar energía que resultaban ventajosas en entornos de escasez, pero que hoy favorecen la obesidad y enfermedades metabólicas.
Entre los genes implicados aparecen el CRTC1, vinculado a la longevidad en modelos animales y al alzheimer humano, y vías relacionadas con el glutatión, una molécula esencial para el control del estrés oxidativo.
En total, se vincularon 78 funciones biológicas con estas variantes, incluyendo procesos de cáncer, inmunología, cardiopatías y sistemas reproductivos. Incluso se identificaron 11 fármacos ya aprobados que actúan sobre genes relevantes, lo que abre la puerta a posibles intervenciones terapéuticas.
La teoría se confirmó al observar los datos clínicos:
Aunque los responsables de la salud suelen preguntar por la edad de la primera menstruación o del primer embarazo, rara vez emplean esa información fuera del contexto ginecológico.
Estos hallazgos sugieren que la historia reproductiva debería incorporarse a la medicina preventiva, con medidas adaptadas: seguimiento metabólico, recomendaciones nutricionales y vigilancia del riesgo cardiovascular.
No obstante, cabe ser cautos. ¿Estos patrones se repiten en otras poblaciones y grupos étnicos? ¿Cómo influyen factores contemporáneos como la obesidad infantil, la dieta ultraprocesada o el estrés ambiental? Y sobre todo: ¿pueden intervenciones tempranas -educación, estilo de vida, programas de prevención- compensar el impacto de una pubertad o maternidad precoz?
El inicio temprano de la vida reproductiva no solo marca un calendario personal, sino que también imprime huellas profundas en la salud futura. Esta investigación propone es usar esa información como marcador clínico para ofrecer a las mujeres un seguimiento médico más personalizado que se anticipe a las enfermedades metabólicas y cardiovasculares.
La ciencia aún debe confirmar si estas asociaciones se cumplen en todo el mundo, pero la pista es clara: el tiempo reproductivo importa, y podría convertirse en una herramienta de prevención personalizada para mejorar la calidad de vida de las mujeres.